domingo, 12 de junio de 2011

Kevin, por favor, deja de dar golpes con el boli en la mesa

No sé qué nos pasa, pero somos los últimos en enterarnos de lo que se prepara en los despachos mientras nosotros estamos en el aula diciéndole a Kevin que, por favor, por Dios y por su madre, deje de dar golpes con el boli en la mesa. Lo digo sin ironía porque, sinceramente, creo que el docente es de naturaleza confiada: cree que si le dice a Kevin que no haga ruido Kevin no hará ruido, que los contenidos que aparecen en los currículum de las materias que impartimos deben impartirse por el bien del alumno y que si los que dirigen el barco nos piden que hagamos algo, es porque han estudiado los vientos y saben cómo llevar la nave a puerto. Lo nuestro, parece, es remar (lo que también podría expresarse diciendo que hemos asumido el papel de “machacas” sin nada inteligente que aportar).
Decir que las leyes sirven para proteger aquello que valoramos es una obviedad pero, a veces, es bueno recordar obviedades para recordar por qué estamos donde estamos. El que hace la ley -los políticos a los que votamos- trata de resguardar un bien, evitar un peligro (o así debería ser): leyes que protegen la propiedad, el trabajo, la salud, etc. Pero cuando se miran las leyes educativas que nos han endilgado en los últimos tiempos parece inevitable preguntarse ¿qué tratan de proteger estas ordenanzas? ¿Sigue siendo el derecho a la educación un bien protegido por la Constitución Española?
Estoy convencida de que esto a lo que Ignacio Rodríguez se refiere en su artículo, esto que nosotros hemos descubierto en los últimos claustros, es algo que los "perpetradores del plan" conocían perfectamente cuando tramaron la evaluación por competencias. De hecho creo que es el objetivo real del plan: formar ciudadanos completamente incompetentes. Ciudadanos competentes en matemáticas con las matemáticas a cero o competentes en lengua que la escriben con j. Es la realidad a la que se refiere Ignacio y que todos estamos viendo en nuestros centros.
Recuerdo que no hace tanto había un valor en nuestras vidas que se llamaba "amor al saber", muy cursi seguramente. Suponía que el conocimiento por sí mismo era algo importante en la vida de un ser humano que, de hecho, lo humanizaba aún más en la medida en que le permitía desplegar sus "capacidades" o "potencialidades" de una forma libre y madura, independientemente de la posible aplicación práctica de estas. “El saber no ocupa lugar” quería decir que uno debía aprender porque no se sabe lo que vamos a necesitar en la vida. A eso, a saber, se le llamaba “progresar”, concepto que no sólo se refería a tener un trabajo mejor del que tendrías sin estudios (cosa importante), también implicaba un valor moral. Las personas formadas eran más libres, creíamos, porque tenían mayor posibilidad de elección y autonomía  en todos los órdenes (no solo en  el laboral).
Conocer era un valor porque se suponía que la actividad intelectual y el esfuerzo mental aumentaban nuestra capacidad de creación, de análisis, de reflexión, de valoración, de comprensión, de innovación y de crítica del mundo. De ese modo se entendía que, por poner un ejemplo, aunque las veces en las que uno pone realmente en práctica el conocimiento de que la tierra es redonda son muy escasas (durante miles de años pudimos vivir pensando que era plana) se encontraba conveniente que todo el mundo conociera esa verdad y no viviera en el error. La enseñanza estaba basada en esa idea: sacar a la gente de la ignorancia. Circunstancia esta última que, en cierta medida, degradaba la propia naturaleza humana asimilándola a las  antes llamadas bestias. Lo que ahora las competencias buscan no es que el ciudadano sepa (cosa bastante elitista y  detestable por lo visto), de lo que se trata es de que esté capacitado para seguir un cursillo de, pongamos por caso, Manejo de la Caja Registradora de Alcampo. Para eso ni tiene que conocer la tabla de multiplicar (esfuerzo memorístico inútil y ya desterrado de la educación hace tiempo), ni mucho menos saber diferenciar un soneto de Quevedo del menú del McDonald. Son las empresas las que darán a los trabajadores la formación que necesiten, el Estado debe garantizar que, simplemente, estén capacitados para  seguirla. ¿Más formación? ¿Para qué?  No creo en la inocencia de nuestros dirigentes, creo que quieren un mundo lleno de mano de obra barata, poco cualificada, con la única aspiración de poderse pagar unos cristales tintados para un coche sin seguro que muy probablemente le embarguen, lo suficientemente analfabeta para no distinguir a su enemigo ni cuando tiene que irse a casa de mamá a por un plato de lentejas (sin chorizo).
Se trata de que el ciudadano esté entrenado para “competir” (¿no viene de ahí “competencia”?)  por un puesto de trabajo en condiciones de explotación contra  cinco millones de parados. No sea que les dé por analizar, evaluar, reflexionar, criticar,…. el mundo en el que viven y ocurrírseles algo inconveniente.

Esther Terrón
Profesora de Filosofía del IES Las Veredillas
Tenerife

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