domingo, 24 de noviembre de 2013

BIENVENIDOS AL DESIERTO DE LO IRREAL

REPRODUCIMOS UN ARTÍCULO PUBLICADO EN LA PÁGINA DE LA ORGANIZACIÓN ANDALUZA "PIENSA.ORG". RECOMENDAMOS DEDICAR TIEMPO A SU LECTURA PUES, NO LO DUDEN, MERECE LA PENA. SE ESTÉ O NO DE ACUERDO CON LO PLANTEADO SE TRATA DE UNA CONTRIBUCIÓN NECESARIA AL DEBATE QUE URGE LLEVAR A CABO EN EL CORPUS EDUCATIVO DE ESTE PAÍS.

http://piensa.org.es/index.php/noticiasdeinteres/comunicados/985-bienvenidos-al-desierto-de-lo-irreal?start=3


La mayoría de los sindicatos, colectivos y asociaciones de la comunidad educativa secundaron la huelga del pasado 24 de octubre. El motivo: la política de recortes y la ley Wert acabarán con la "educación pública de calidad". No seremos nosotros quienes apoyemos la ley Wert ni (mucho menos) esos recortes; pero ni la una ni los otros pueden acabar con la "educación pública de calidad", por la sencilla razón de que esta no existe. Las asociaciones y sindicatos plañideros llegan al entierro del cadáver con veinte años de retraso; un cadáver que ellos, verdugos travestidos de viudas, contribuyeron a liquidar. Si los colectivos huelguistas hubieran empleado unas migajas de su indignación contra el sistema LOGSE/LOE y la sostenida depauperación de las condiciones laborales de los profesores, quizá habría aún una enseñanza pública que preservar. Estamos ante una típica lección de estrategia hiperlampedusiana: que nada cambie para que todo siga igual; demonizar el mal futuro para santificar el mal presente.

Decía Goebbels que una mentira repetida mil veces se convierte en verdad. Sin embargo, una verdad repetida mil veces no se sobrepone siempre a la mentira. La mentira edulcorante posee una fuerza persuasiva de la que carece la verdad cruda. Debemos, pues, repetirlo de nuevo: el sistema educativo español es un inmenso fraude institucionalizado. Se trata de una realidad incómoda, de la que en el fondo nos sabemos responsables, pues todos los hechos la propagan y todo en nosotros la rechaza.

Recordemos algunos de esos hechos:
Uno. En España, la tasa de abandono escolar se mantiene, durante los últimos lustros, en torno al 30%.

Dos. Los informes PISA de la última década colocan al sistema educativo español, sistemáticamente, por debajo de la media de la OCDE y en la cola de la UE. Los resultados de los informes EECL, PIRLS y TIMMS (que miden, respectivamente, la competencia en lengua extrajera, la lingüística y la matemáticocientífica) arrojan resultados aun peores. En España, el índice de alumnos excelentes es del 1%; la media de la OCDE es cuatro veces mayor.

Tres. Los resultados del informe PIAAC (el "PISA para adultos") colocan a los españoles penúltimos en competencia lingüística y últimos en competencia matemática. Según expertos en econometría, como José Antonio Robles, se observa además una tendencia negativa desde la implantación de la LOGSE.

Cuatro. En las oposiciones al cuerpo de maestros de 2011, el 86% de los aspirantes de la comunidad de Madrid fue suspendido en la prueba eliminatoria sobre los conocimientos generales que debe tener un alumno de Primaria.

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En épocas pretéritas, uno podía solucionar sus vacilaciones ideológicas con un método infalible: consultar la postura política del NODO y adoptar la estrictamente contraria. Los defensores del actual sistema educativo, más generosos, nos dispensan incluso de elaborar una réplica: enunciar sus argumentos equivale a refutarlos.
Enunciemos, sin ánimo de prolijidad, algunos de ellos:

Los sindicatos tradicionales consideraron la publicación de los datos de la oposición para maestros "un arma arrojadiza", una maniobra ideológica para hacer "escarnio público" con los docentes. "Me parece demagógico y descarado que faciliten esos datos", sentenciaba una aspirante suspensa.
En fecha reciente, María Antonia Trujillo, profesora de Derecho constitucional y ex ministra socialista, tuiteaba: "En España se sigue estudiando por dónde pasan los ríos... como en la dictadura franquista."
Para Marina Segura, portavoz de educación en el Parlamento Andaluz y maestra, la cultura del esfuerzo y la carrera meritocrática que propone [ya nos gustaría] la LOMCE: "concibe la educación como un camino de penitencia y sufrimiento, trufado de pruebas y exámenes continuos, que convierten la educación en un auténtico via crucis, recuperando el espíritu franquista de: la letra con sangre entra".
Para los sindicatos y políticos defensores de la "educación pública de calidad" lo escandaloso no es que un 86% de titulados universitarios no superase una prueba para alumnos de Primaria [¿Cómo no recordar la humorada grouchiana?: "Esto lo entendería incluso un niño de cinco años... ¡Que traigan a un niño de cinco años!"], sino que esa información se hiciera pública. Se entiende, pues, la histérica reacción que suscita la implantación de cualquier prueba externa: solo se teme el diagnóstico del nivel académico de los alumnos cuando se sospecha que ese nivel académico anda gravemente enfermo. Voluntariamente, se obvia que la ausencia de controles multiplica las posibilidades de manipulación y, por tanto, de corrupción del sistema. La transparencia –según los neodefensores de la "enseñanza de calidad"– es sangrienta y fascista; la opacidad, pacífica y democrática. Para ellos, quien coloca el espejo sobre la podredumbre y la corrupción es declarado culpable, mientras se exculpa la corrupción y la podredumbre que el espejo refleja.
Los hechos y los desechos anteriores no se solucionarán rechazando la LOMCE y defendiendo la supuesta "calidad" del sistema LOGSE/LOE. Uno hubiera secundado la huelga si el rechazo se hubiera centrado en las políticas educativas que llevan –al menos– veinte años vigentes, sin la más tímida objeción de los nuevos defensores de la enseñanza pública.
Recordemos algunas:
El igualitarismo a la baja y el facilismo intelectual. Todos los informes internacionales demuestran que el sistema educativo español favorece al alumno mediocre, abandona a los alumnos con dificultades y desmoviliza a los alumnos excelentes: en España, la equidad propende a la equinidad (el caso de Andalucía es tan catastrófico que imposibilita el comentario sumario). La solución que proponen las autoridades (especialmente las andaluzas) es la "contextualización de la evaluación", la "adaptación al entorno y la clase socioeconómica del alumno". En román paladino: bajar el nivel de exigencia para mejorar los resultados. Una táctica cínica y suicida. El facilismo –educar en la idea de que todo puede conseguirse sin esfuerzo– no sólo hace imposible la enseñanza de lo excelente sino que también, al disipar la seducción del reto, mata el placer de superarse. La enseñanza actual es un constante premio previo al logro.
La burocracia y el paternalismo. Las administraciones educativas, postotalitarias, desconfían de la libertad de los profesores y los centros de enseñanza; por ello, su objetivo es reglamentarlo y controlarlo todo. Multiplicando las leyes, burocratizando cada detalle, la libertad y la responsabilidad de los docentes es puramente retórica. Esta tutela desorbitada se extrapola a la organización de los propios centros, donde el poder se ha ido concentrando en manos de un director plenipotenciario, al servicio de la administración. La legislación burocrática expansiva y detallista neutraliza la autonomía de los centros y la libertad de cátedra de los profesores, fomentando la irresponsabilidad, el infantilismo y la apatía. Igualados en su irrelevancia por el paternalismo administrativo, alumnos y profesores se desdibujan en la masa amorfa de la servidumbre; la escuela se convierte en una fábrica de eternos adultescentes.
El adoctrinamiento. En la Ilustración, la enseñanza se denominaba "instrucción pública": se pretendía formar ciudadanos instruidos, capaces de enriquecer y cuestionar una tradición de la que eran herederos. Hoy, la enseñanza se ha convertido en un "sistema educativo" donde se confunden, estratégicamente, las esferas de lo privado y lo institucional. El sistema educativo, brazo ideológico de los intereses del Estado postotalitario, va invadiendo lenta e inexorablemente la esfera de lo privado. No sólo mediante la introducción de asignaturas como la Religión (doctrina católica) y la EpC (doctrina progresista), sino mediante la progresiva conversión de todas las disciplinas académicas en soporte y pretexto para los ideológicos "temas transversales" y la "socialización del alumno". Al estudiante no se le enseña: se le educa. La escuela se convierte, pues, en vehículo de la vulgata política del momento y en mecanismo de vampirización de voluntades. Asimismo, el criterio para valorar institucionalmente al profesor ya no es la competencia profesional (que debe ser juzgada conforme a unos criterios idealmente objetivos, validados por una tradición epistemológica), sino la lealtad a los dictados de una ideología y la capacidad para maquillar los hechos conforme a esa ideología.
Mediante la ocupación institucional de la esfera privada y la privatización de los poderes públicos, la finalidad del sistema es pervertida: no se trata ya de formar, con ayuda del conocimiento, a ciudadanos libres y responsables, sino de fabricar felices siervos adaptados al sistema social y pastoreados por un Estado que los ha eximido de "la molestia de pensar y la dificultad de vivir" (Tocqueville). El "mundo feliz".
El comisariado político y la ingeniería psicológica . Para todo ello, es imprescindible la colaboración de los mercenarios ideológicos del sistema. Por una parte, el cuerpo de inspectores: especialista en poner la burocracia oficial y la intimidación oficiosa al servicio de la violencia administrativa. Por otra, los sociólogos, psicólogos y pedagogos: los ingenieros de la conciencia (último reducto de la libertad del individuo). Modificarla, controlarla, dirigirla o suprimirla conforme a la voluntad estatal es su objetivo último. Mezcla de estado policial (para los profesores) y falso paraíso asistencial (para alumnos y familias), esta liaison de comisariado político e ingeniería de almas persigue la transformación de los hábitos, los usos y las prácticas docentes, al servicio de las oligarquías dueñas del Estado.
El maquillaje estadístico . La combinación de los principios anteriores sólo puede tener un resultado: la idiocia y el servilismo generalizados. Inasumible políticamente, la estrategia para disimularlo es intensificar el facilismo (actualmente, se puede obtener el título de Secundaria con tres asignaturas suspensas); y, de forma complementaria, la fiscalización de los resultados académicos. La administración, por medio del cuerpo de inspectores, establece planes de conformidad (por los que se "invita" a los profesores a igualar sus resultados con los de otras asignaturas), enmaraña y subjetiviza la evaluación (en beneficio del aumento de aprobados), entierra en burocracia e informes autoinculpatorios a los profesores con un alto índice de alumnos suspensos y –ultima ratio– corrige los resultados, en las reclamaciones sobre la evaluación, con el recurso infalible del "defecto de forma" (en Andalucía, los aprobados de despacho se han multiplicado por 11 en los últimos diez años). Si los procedimientos intimidatorios son insuficientes, se recurre al crudo soborno: en la comunidad andaluza, se implantó un Plan de Calidad que vinculaba el aumento del sueldo de los profesores y la dotación de los centros a la "mejora" de las estadísticas.

Todo ello evidencia que, paralela a la economía, hay una política especulativa. No se persigue que el sistema forme rigurosamente a los estudiantes; se trata de que lo parezca, mientras cumple con su larvada labor ideológica. Por eso, son imprescindibles la opacidad, el enmascaramiento de los hechos, la quiebra del espejo que refleja la podredumbre, el silenciamiento de quienes desvelan el desnudo del emperador; en suma: el hurto de la realidad para alimentar el simulacro. Podridos por dentro, pero cubiertos por lucidos ropajes, aspiramos a encabezar la vanguardia mundial de la excelencia estadística.
Los centros educativos se han convertido en campos de trabajo para el maquillaje estadístico. Si el finlandés es un exitoso sistema educativo sin inspectores, el español –implementando el totalitarismo de los medios (y los miedos) de presión– parece aspirar a convertirse en el primer sistema educativo sin profesores. O, acaso, con profesores convertidos en inspectores de sí mismos. En la enseñanza española, liberada al fin de la prisión de los hechos, todo es dolorosamente real menos las estadísticas.

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Estos son algunos de los motivos que vienen exigiendo la protesta en la enseñanza (y en la sociedad civil) desde hace lustros. La mayoría de los sindicatos y las asociaciones que secundaron la huelga del pasado 24 de octubre los han silenciado durante años. Muchos de ellos han colaborado en la implantación de este sistema y se han beneficiado de él. De ahí su convulsa y acrítica defensa del statu quo; para estos colectivos, "calidad educativa" es todo aquello que sostenga sus privilegios.
Estas reflexiones –es importante subrayarlo– no son una reprobación a los miles de ciudadanos, estudiantes y profesores honestos que se manifestaron en defensa de la enseñanza pública. No obstante, las causas justas no siempre se defienden con argumentos justos. Las buenas intenciones son encomiables, pero no bastan; sin un diagnóstico preciso de los males, la terapia puede ser inútil e incluso nociva. Es obvio que ni la LOMCE (que conserva sustancialmente el modelo LOGSE/LOE) ni (mucho menos) los recortes van a acabar con los males denunciados arriba; pero tampoco son los responsables de esos males.
Una vez más, el debate sobre la enseñanza se ha pervertido –premeditadamente– en confrontación partidista. Por eso, en este asunto, algunos profesores no estamos ni con el gobierno ni con la oposición. Ambos han mostrado reiterada y concienzudamente su eficaz ineficacia. Disputar por las propuestas educativas del PP y el PSOE/IU -o de cualquier otro partido tradicional- se parece cada vez más a dirimir la conveniencia de pintar de azul o rojo las uñas de una mano gangrenada.
Según el principio de Hanlon, nunca debe atribuirse a la maldad aquello que puede ser explicado por la estupidez; aunque, en este caso, la disfunción del sistema educativo funciona demasiado bien para considerarla producto de la azarosa imbecilidad. Con todo, es secundario elucidar si los responsables políticos y los colectivos afines han premeditado o no la degeneración de la enseñanza pública. En el primer caso, estaríamos dirigidos por malvados; en el segundo, por idiotas. Y ninguna de las dos perspectivas es demasiado esperanzadora. Ambas clarifican, sin embargo, la alternativa. Según Ortega, "en España lo ha hecho todo el pueblo, y lo que no ha hecho el pueblo se ha quedado por hacer". En efecto, debe ser la sociedad civil quien exija un sistema de enseñanza pública a la altura (o la bajura) de nuestras circunstancias; y deben ser los profesionales de la enseñanza los encargados de diseñarlo.
Para ello, es imprescindible renunciar al engallamiento autista de la consigna y recuperar la modestia constructiva del argumento. Hay que aprender a escuchar, a razonar y a hablar en voz baja. Y muchos deben (debemos) aprender lo más difícil: rectificar. La rectificación es la operación intelectual más dura, pues exige tanta humildad como coraje. Aquí, como en tantos ámbitos, los profesores debemos dar ejemplo. El encastillamiento en la mera negación de las alternativas es tan estéril como perniciosa la aquiescencia con el sistema educativo vigente. La indignación con el statu quo solo es útil si es movilizadora de propuestas más plausibles; cuando impide a la sensatez sobreponerse a ella, se convierte en el instrumento que prestigia y perpetúa nuestra condición de víctimas.
Algunos profesores no abogamos por el mantenimiento del modelo actual (llámese LOGSE, LOE o LOMCE) ni por un retorno acrítico a sistemas del pasado, sino por la formulación de modelos más racionales. Estamos dispuestos a escuchar, proponer y deliberar. Sabemos que el enemigo mortal de la razón no es solo el cinismo pragmático, sino también la inflexibilidad, el totalitarismo de las convicciones. Y, precisamente porque malvivimos en un contubernio de irresponsables, también estamos dispuestos a responsabilizarnos de nuestras elecciones y nuestras acciones. La irresponsabilidad es nuestra forma de altruismo, el privilegio que nos concedemos mutuamente; pero se trata de un paraíso frágil: exonerándonos individual y recíprocamente de todo responsabilidad política, nos condenamos colectivamente y desamparamos a los más débiles: a aquellos que ni siquiera tienen la posibilidad de jugar a ser irresponsables. Además, la irresponsabilidad comporta siempre una culpabilidad desplazada: un maniqueísmo donde el mal siempre está del otro lado.
Todo esto no lo hemos aprendido en los despachos ni en las sedes sindicales, sino a pie de pizarra, frente a miles de niños y jóvenes. Por eso, abogamos por la humilde valentía de la sensatez y la responsabilidad: la más desacreditada de las utopías.