jueves, 8 de diciembre de 2011

SEGREGAR (SIN COMPLEJOS) POR INTERESES, TALENTO Y CAPACIDAD

     La Asociación de Padres de alumnos mayoritaria en España (CEAPA) ha opinado al respecto de la nueva reforma educativa propuesta por el gobierno saliente (y a la espera del gobierno entrante), que implanta tres vías distintas en el cuarto curso de la ESO, y ha dicho “temer” que “muchos institutos utilicen las opciones de 4º para separar al alumnado según sus capacidades” (El País, 23 de mayo de 2011). En el mismo artículo, los portavoces de esta misma asociación de padres aclaran su rechazo a dicha reforma porque “los alumnos que escojan la tercera vía se verían “abocados” a la Formación Profesional [...]”. (A ver: uno puede verse abocado a la delincuencia o a las drogas, pero verse abocado a la Formación Profesional, como si fuera una desgracia... en fin).

    Los comentarios anteriores de la CEAPA quizá pretendan ser razonables y constructivos, progresistas incluso, pero constituyen sin embargo la prueba de que ciertas ideas arcaicas están todavía muy arraigadas en nuestra sociedad. Y esto no es en modo alguno gratuito. Antes bien, es muy grave, puesto que dichas ideas están siendo de hecho un lastre para configurar un sistema educativo realmente moderno y, lo más importante, eficaz.
           
     En primer lugar, a pesar de que una de las (en mi opinión) pocas cosas buenas de la LOGSE fue tratar de elevar la calidad de la Formación Profesional, mucha gente continúa considerando dicha opción educativa como una especie de desahucio, la alternativa deshonrosa para aquellos incapaces de aspirar a metas más “nobles”. Seguimos anclados en esta todavía acomplejada España a una concepción decimonónica de los estudios según la cual lo deseable es que todo alumno “haga carrera” y no “desprestigie” el apellido aprendiendo a ser, pongamos por caso, fontanero. Todavía existe una consigna no escrita en los pasillos de los institutos según la cual hay que tratar por todos los medios de que los alumnos lleguen al bachillerato y a la universidad. Y esto no solo es un error a nivel personal, sino que como Estado es, de hecho, una estrategia suicida.

            La inteligencia es una cosa muy amplia y los talentos de cada cual pueden brillar en multitud de opciones diferentes. Tener habilidad como vendedor, facilidad para las relaciones públicas o talento para la cocina son sin duda modos de manifestarse la inteligencia humana. No todos tienen el valor para ser bombero o la maña para hacer instalaciones eléctricas, que constituyen, insisto, formas de inteligencia.  No hay nada deshonroso en dedicarse a esos u otros oficios. Los contenidos que los institutos ofrecen son, por fuerza, parciales, y ya está bien de considerar que los alumnos que no pueden o a quienes no les interesan dichos contenidos son una especie de fracasados (igual que no consideramos fracasados a los jóvenes que brillan en matemáticas o geografía pero son incapaces de apretar un tornillo, cambiar un enchufe o jugar al baloncesto con soltura). No, cada cual tiene el talento con el que ha nacido o los gustos que los avatares personales de su vida le han proporcionado y creo que sería bastante más progresista que el sistema educativo permitiera identificar dichos talentos y deseos y conducir a los alumnos por esa vía en cuanto fuese posible para que puedan formarse adecuadamente, y no obligarlos a permanecer en una docencia absurda y absolutamente desmotivante para ellos. Todos los que trabajamos en las aulas hemos tenido alumnos que, al no interesarles lo que la ESO les ofrece actualmente, se dedican a “calentar” la silla o a reventar las clases. Basta preguntarles (yo lo hago con frecuencia) qué les gustaría estar haciendo y siempre te responderán que trabajando o estudiando un módulo profesional. Y cuando algunos de ellos entran por fin en alguna de estas opciones, si les seguimos la pista es sorprendente (y esclarecedor) cómo se integran, se motivan y funcionan. Entonces, ¿a qué viene esta gran hipocresía de nuestro sistema educativo?

     Hay quien todavía utiliza el argumento económico para hablar de la Formación Profesional como la alternativa menos deseable. Esto podría tener cierto sentido hace cincuenta años, pero hoy en día no puedo imaginar un argumento más risible: un muchacho que a los catorce años empezara a prepararse para ser a los diecisiete mecánico del automóvil tendría actualmente ante sí un futuro bastante más claro y próspero que aquellos que permanecen a los veintitantos tratando de aprobar la última asignatura de derecho o de geografía, por poner algunos ejemplos.
  
     Pero es que además, como dije, esto es un suicidio como Estado, puesto que todo país necesita por fuerza una estructura productiva piramidal, con bastantes más técnicos de grado medio o superior que licenciados. Ergo, además de ser un gran tabú, es un tabú hipócrita, puesto que empeñarse en que la mayoría de los alumnos vayan a los estudios superiores es luchar por una meta indeseable. Con este percal, no es de extrañar que la OCDE pronostique que España no volverá a tener un nivel de paro como el anterior a la crisis hasta 2026. Solo como comentario, Alemania selecciona a sus alumnos desde los 10 o 12 años, según el land del que se trate. Sé que esto es un disparate para nuestras corrientes pedagógicas, y yo mismo no estoy seguro de apoyarlo a edades tan tempranas en las que es difícil saber claramente cuál es el talento de un alumno, pero es un hecho incontestable que aquel es un país con una economía bastante más eficaz y productiva que la nuestra. Considero que, cuando menos, deberíamos abrir el debate. Por cierto, Alemania es, según la UNESCO, el segundo país con más alto porcentaje de lectores del mundo, solo por detrás de Japón, y desde luego muy por delante de España. Lo digo por aquellos que argumentan que la selección del alumnado atenta contra el principio de la educación como herramienta de nivelación cultural. ¿Cuándo apartaremos de la educación los argumentos utópicos y “buenistas” y nos sentaremos a hablar con cordura ateniéndonos a hechos constatados y no a dogmas ingenuos?
           
     En segundo lugar, en este país hemos llegado a confundir el derecho a estudiar con el derecho a titular. Mucha gente piensa (desde luego los portavoces de la CEAPA, o eso parece) que los alumnos tienen derecho a ser lo que ellos quieran. Hombre, tendrán el derecho de intentar estudiar lo que en principio deseen, pero a partir de ahí es su capacidad lo que se pone a prueba. Sacar un título es un mérito, no un derecho, y a quien no demuestre la capacidad suficiente (prefiero la palabra talento) para tener un título concreto, el Estado no debe dárselo, así de claro. Y debe ser, justamente, la administración, a través de sus profesionales especializados (en nuestro caso, los profesores) quienes orienten al alumnado por la vía más adecuada. Cuando es evidente (y quienes trabajamos en esto sabemos cuándo lo es) que el futuro de un alumno, al menos el inmediato, está en la Formación Profesional, defender lo contrario es, simplemente, estafarlo y hacerle perder el tiempo, además de constituir un derroche para el país. Esto no quiere decir en modo alguno que el sistema no deba permitir la permeabilidad entre las diferentes vías. Al contrario, siempre debería tratar de reconducir a cada cual a su lugar óptimo conforme a las habilidades, talentos o capacidades que demuestre, pero de una forma realista y no dogmática.

     En tercer lugar, todavía continuamos considerando la separación por capacidades o niveles en los institutos como una discriminación, cuando es algo de sentido común y además se practica (¡y lo exigimos!) habitualmente en otros ámbitos educativos: cuando uno se matricula en un curso de esquí, el primer día los monitores hacen descender a todos los alumnos una breve pendiente para ver su nivel  y decidir así en qué grupo lo incluyen:  los separan, exactamente, por su nivel y su capacidad. No porque sean unos discriminadores que prefieren a los buenos esquiadores y desprecian a los malos, sino sencillamente porque de esta forma el cursillo será mucho más provechoso tanto para los unos como para los otros. Nadie volvería a matricularse en una academia de inglés (y menos a sus retoños) donde pusieran en el mismo grupo a los alumnos principiantes y a los aventajados. Pero es que incluso en los propios institutos se practica la separación por capacidades: los alumnos que se derivan a apoyo, a un programa de Diversificación Curricular o a otra medida de Atención a la Diversidad son seleccionados según su capacidad, ni más ni menos.

     Al respecto de lo anterior, la mayor hipocresía es de hecho que quienes estamos de este lado de la sociedad con frecuencia somos quienes criticamos la segregación cuando nosotros mismos la practicamos, eso sí, en nuestro beneficio: conozco a no pocos colegas que critican los itinerarios cuando ellos, a sus hijos, les proporcionan de hecho un itinerario directo hacia la excelencia llamado colegio privado. ¿O acaso no es eso una segregación? Una segregación, además, por status económico-cultural y no siempre por talento y capacidad, que sería lo realmente justo y lógico.

     Sin embargo, a los señores de la CEAPA les parece un disparate crear itinerarios en la ESO donde vayan los alumnos según sus capacidades, talentos o niveles para ser de esta forma atendidos de manera más adecuada.

     Como decíamos en una entrada anterior, debe ser la inteligencia y el mérito, no la cuna, lo que determine el recorrido educativo de cada persona, y resulta muy curioso que la CEAPA clame tanto contra esta medida (que, entre otras cosas, permitiría mejorar la formación y el futuro de muchos alumnos) y tan poco contra un sistema que de hecho está haciendo lo mismo, esto es, seleccionar alumnos y determinar su futuro, pero por su capacidad económica para poder pagarse o no un colegio privado, y no por la intelectual.

     Finalmente, el sistema actual aboga, y lo oímos constantemente en boca de políticos de la cosa, de inspectores y de técnicos de la Consejería de Educación, por la consecución del éxito escolar de todo el alumnado. Esto, si bien suena a música celestial en su formulación, no deja de ser mas que otra (otra más) pomposa y grandilocuente declaración “buenista” de intenciones. Y esto es así porque con el planteamiento actual es simplemente imposible y la realidad nos lo demuestra día a día. Pretender, con un currículo común, abarcar la disparidad de capacidades, talentos, motivaciones e intereses de tal manera que todo nuestro alumnado alcance el éxito escolar es absurdo, no ya por ilógico e irreal, sino por intangible. Sólo cabría una forma de lograrlo: rebajar el nivel de exigencia hasta el baremo que nos marque el menos interesado, con lo que, como resulta  evidente para todos, el supuesto éxito escolar no sería mas que una falacia educativa (una más), una mentira del sistema (otra más) y un fracaso socio-educativo suicida, además de una gran injusticia para la mayoría del alumnado que sería condenado, teniendo capacidad y talento para no ser así, a una  ramplonería vergonzante. La única manera de perseguir el éxito escolar de la mayoría, creemos, no es otra que la planteada en este artículo (planteamiento para el debate huyendo de dogmas). Y además, sería la más justa. Cuando menos, pensamos, es más real y factible que el planteamiento actual.

     Algunos comentarios más al respecto de lo anterior. Según el catedrático de economía José García Montalvo (El País, 7 de marzo de 2010), los resultados de estudios como el PISA muestran que los estudiantes españoles tienen un nivel sustancialmente inferior al que les correspondería por el volumen de recursos que se invierten en educación. La OCDE señala que la rentabilidad absoluta de la educación en España está cayendo de manera significativa desde mediados de los 90. Saquen ustedes sus conclusiones. Por otra parte, los datos de la OCDE muestran que España es, con diferencia, el país con mayor nivel de sobrecualificación en su población laboral (más del 25%). Entre los jóvenes la sobrecualificación se acerca al 40%. El informe europeo CHEERS mostraba que a finales de los 90 el 17,9% de los graduados universitarios españoles desarrollaban trabajos para los que no se requería ningún estudio universitario, frente al 7,7% de la media europea. Es decir, lo que comentábamos al principio: o fomentamos la Formación Profesional de calidad y derivamos a ella a aquellos alumnos que tienen perfil adecuado, sin dramas decimonónicos, dogmas ni memeces, o nos estamos suicidando como país. Últimamente (especialmente a raíz del último invento de las competencias básicas, tan queridas en este foro)  sale con mucha frecuencia el debate sobre cuál debe ser el objetivo de la educación secundaria. Resultan graciosas dichas discusiones y lo que en ellas se vierte, sencillamente porque, así como los objetivos de la primaria son claros (aprender a leer, escribir, hacer cuentas y razonar), los objetivos de la secundaria pueden (y deben) ser muy diferentes según cuál sea la pretensión de futuro del alumno. Contenidos claramente sobrantes para unos (como las integrales, los tipos de plásticos o la electrónica digital, por poner algunos ejemplos) resultan indispensables para otros, y el currículum común solo consigue un nivel medio que no satisface ni a unos ni a otros. Ah, y por favor, no me vengan con que el deber del profesor es “atender a la diversidad en el aula”. Ya llevamos bastantes años en esta empresa como para saber que en una clase de treinta alumnos eso es imposible sin descuidar a unos o a otros. No, el deber de un profesor es sacar el máximo potencial de sus alumnos, y ello, nos guste o no, es imposible si no se los separa en grupos por interés o capacidad (vamos, si no se los segrega), como en los cursos de esquí.


     Creo que los itinerarios son una medida de sentido común que permitiría elevar la calidad y la eficacia formativa de todo el alumnado, y solo le pongo un defecto: es demasiado tímida. Si no la separación ciencias-letras que prevé la reforma, creo que al menos la opción de decantarse por la Formación Profesional debería existir ya en tercero de la ESO o incluso en segundo.  En cuarto curso el sistema ya ha ido seleccionando a los alumnos y echándolos, desgraciadamente por la vía del fracaso escolar. Por eso en todos nuestros centros hay muchos más alumnos en primero de la ESO que en cuarto. En mi opinión sería más sensato aparcar dogmas “buenistas” y asumir con normalidad, como hacía mi sabia abuela, maestra durante cincuenta años, que no todos los jóvenes sirven ni quieren estudiar, y facilitarles alternativas formativas serias y respetuosas con ellos cuando aún tienen edad para emprenderlas con ilusión. Y creo que la actual negativa a hacerlo así obedece a razones políticas y no a argumentos lógicos. El problema es que un país, especialmente uno tan sensible a las crisis económicas como el nuestro, se construye con inteligencia, realismo y sentido común, no con ideologías.
                                                                                                             Ignacio Rodríguez Alemparte 

martes, 28 de junio de 2011

MIRa quién habla

“La calidad de la enseñanza es un reflejo de la calidad de sus maestros”. Es sentencia repetida, pletórica, triunfante; la cual, como toda frase lapidaria, no consiente que el buril incorpore a la piedra los matices oportunos. La leímos en el Informe McKinsey 1 y la oímos una y otra vez en boca de los ingenieros políticos. Una gran verdad, qué duda cabe, pero también una verdad a medias.
La calidad de la enseñanza no la determina solamente la excelencia de quienes transmiten el conocimiento. Esta es condición necesaria, sí, pero no suficiente. Para que la enseñanza sea posible se requieren, al menos, otras dos condiciones previas:

1. El compromiso declarado de aprender: Por muy bueno que sea uno en su asignatura, por mucha paciencia que le dedique, jamás podrá enseñar nada a quien nada quiere aprender. El error de la máxima consiste en ignorar a una de las partes del proceso - el alumno - como si fuera una tabla rasa carente de voluntad. El aprendizaje no es sólo el resultado de un compromiso, sino también el compromiso en sí. Nada puede fructificar si se ignora este punto de partida, así como no tiene sentido una Escuela donde esté ausente el “deseo de comprensión”.

2. La Escuela desideologizada: El profesor debe ejercer su función sin menoscabo de la libertad de cátedra. Si un proceso selectivo reconoce su autoridad magistral, no se explica que constantemente se le induzca a la aceptación acrítica de una metodología sancionada como la “políticamente correcta”. La Escuela que se convierte en un laboratorio donde experimentar los dogmas ideológicos no es libre, y, por tanto, el profesor debe hacer su trabajo en medio de las tensiones suscitadas por la libertad que le concede la Constitución y las pesadas cadenas de la ingeniería social.

Viene esto a cuento de la ocurrencia de Alfredo acerca de implantar una especie de MIR en la profesión docente. Dicho sea de paso, la última ocurrencia en materia educativa de tan siniestro personaje fue la LOGSE. Debe de estar muy contento el superministro con aquello que urdieron los Marchesi & Co., pues no le ve otra falta que la escasa formación de sus profesores. Ni una mención a un hipotético fallo del sistema, precisamente porque el sistema es el reflejo de una ideología, y, como tal, dogmático. Lo cual que no sería tan grave si no fuera porque, además, es un sistema fracasado.

Ni ochenta MIR pueden modificar la deriva de la LOGSE/LOE, por la sencilla razón de que sus premisas han sido siempre erróneas. El paidocentrismo fracasó, y también lo hará este presunto giro copernicano que parece reconsiderar la figura del profesor como pieza angular del sistema. Y fracasan porque ambas ignoran la primera premisa: como en todo proceso comunicacional, la enseñanza requiere que emisor y receptor estén dispuestos a intercambiar mensajes. La ampliación de la “obligatoriedad comprensiva” hasta los 16 años significó que está condición no fuera posible. Hasta ese límite, son muchos los alumnos que no quieren o no pueden seguir la vía tradicionalmente asignada a los Institutos de Enseñanza Media, de modo que el proceso se ve interferido por el “ruido de los disidentes”.

Pero la ideología logsiana tenía como principal mandamiento el de la igualdad. No de derechos, sino de resultados. Un mundo feliz – pero, finalmente, distópico – en el que todos encontrarían variadísimos estímulos para estudiar lo mismo. No fue así, claro, y un reflejo de ello se aprecia en cómo ha variado la fisonomía y reglamentación de los institutos, sometidos a un control psuedocarcelario cuyo fin principal es mantener bajo vigilancia a los insurgentes. Pese a que la Arcadia prometida no se materializó, Alfredo y sus mariachis jamás dudaron del sistema. Fueron encontrando excusas de todo pelaje: el retraso histórico, la educación franquista, el nivel socioeconómico de los padres, la sociedad de consumo, la burbuja inmobiliaria, la televisión (Internet, no: Internet lo mola todo, aunque el niño se pase diez horas en Tuenti), las zozobras de un mundo cambiante y hasta el libre mercado. En este repertorio también había sitio para aquellos profesores que no tragaban con la doctrina, claro está. Pero quizá pensaban que un gremio tan dócil acabaría plegándose al canon de los nuevos psicopedagogos, quienes sostenían que la del maestro acabaría por ser una figura innecesaria, puesto que el conocimiento se construye o, simplemente, se encuentra.

Y es que el profesor empezó a ser prescindible el mismo día en que algunos creyeron que también lo eran los contenidos. Lo importante, decían, son las estrategias curriculares, las competencias básicas, la construcción democrática del conocimiento. Aprender a aprender, sí. Pero, aprender, ¿qué? El desprestigio del profesor corrió parejo al desprestigio del conocimiento. Al menos, de ese conocimiento que servía para tender puentes entre los Institutos de Enseñanza Media y la Universidad, y que hoy está siendo sustituido por un sucedáneo pueril, utilitario e insignificante. Como dicen los “modernos”, ¿para qué insistir, si ya está todo en Internet?

Esta concepción de la enseñanza convertía el proceso en un ejercicio de solipsismo nihilista: Ningún emisor, ningún receptor, ningún mensaje. La Nada en estado puro.

Sin duda, en Primaria estas ideas encontraron eco; pero los Institutos - cuya naturaleza y cometido son muy distintos - han ido sobreviviendo gracias a profesores que enseñan lo que saben aun a pesar del pensamiento único. Que Alfredo apueste ahora por un MIR no significa que persiga la excelencia académica en los claustros, sino que es una manera de dirigir el foco inculpatorio hacia la tarima docente. La excusa que hace furor esta temporada es que buena parte del fracaso se debe a la escasa formación pedagógica de los profesores. Y, por descontado, los más culpables de entre los culpables son los especialistas de secundaria, por más que la evidencia y los Informes PIRLS para Primaria hablen de un acusado descenso de los niveles en esta etapa. Lo que quiere Alfredo es más pedagogía igualitaria y comprensiva, más doctrina y más asentimiento gregario. Mientras que el MIR de Medicina está pensado para forjar especialistas, el proto-MIR de Rubalcaba sólo puede derivar hacia la característica generalización de las consignas.

Quizá a ese espíritu responden estas declaraciones del ínclito ministril:  “Tenemos un sistema educativo que lo que sí hace de putísima madre es formar a funcionarios.” 2

Sobre todo si dicen: Amén.

Nacho Camino


jueves, 16 de junio de 2011

Contestación y agradecimiento a los comentarios realizados. Dada la extensión la publicamos como entrada (los comentarios sólo admiten cuatro mil caracteres). Pedimos disculpas por el formato dispar utilizado.

           Muchas gracias de nuevo por todos los comentarios, incluidos los disconformes. Como ya dije, de eso se trata, de crear un foro donde escuchar argumentos e intercambiar ideas inteligentes. Agradezco además el tono empleado.
            José Miguel, acepto tu crítica, pero he de decirte que no desautoriza ninguno de mis argumentos. Ya sabíamos que el disparate de las competencias básicas viene de Europa, pero eso no lo hace menos disparate (no vayas a creerte que allá arriba los legisladores son infalibles. Además, allá también están actuando las sectas pedagógicas, como luego veremos. Ergo, el resultado era obvio).  Y por cierto, ¿no chirría un poco que el producto de tan sesudas investigaciones sean unas competencias diferentes en cada país? Digo, porque los resultados de cualquier investigación verdaderamente seria son normalmente extrapolables y universalmente válidos, por definición.
Tampoco pienses que el problema de la degradación de la educación pública es en modo alguno exclusivamente español.  Al respecto te recomiendo la lectura de algunos artículos de la pedagoga Inger Enkvist (pongo algunos enlaces abajo) o, mejor aún, de su libro “Repensar la Educación” (Ediciones Internacionales, Madrid 2006), donde habla de cómo los magníficos resultados de la educación sueca empezaron a caer en picado cuando decidieron experimentar las nuevas teorías pedagógicas por parecer más “democráticos”. Ella es ahora asesora del Ministerio de Educación sueco. Artículos similares sobre la degradación educativa que están produciendo dichas teorías pedagógicas se pueden encontrar publicados en Francia, Argentina, Reino Unido, etc. No sé, a lo mejor es que casi todos los profesores del planeta son unos retrógrados... pero me parece poco probable.


http://deseducativos.com/ensayos-deseducativos/inger-enkvist/


http://mesecosicas.blogspot.com/2009/02/dogmatogafia-la-pedagogia-de-inger.html


“En esta ley me falta el entusiasmo por el Conocimiento. ¿Dónde está el amor al Conocimiento?”
(Inger Enkvist)

(por cierto, en el último enlace, hacia el final del vídeo, no te pierdas las caras de hastío y desinterés de los políticos ante las claras palabras de la pedagoga. Digo, para que no vayamos a creer que aquellos están interesados en resolver los problemas educativos).

            En cuanto a tu comentario de que “no debemos llenar de conocimientos a nuestros alumnos sino hacerlos competentes”, no puedo estar más en desacuerdo, y al respecto te recomiendo vivamente la lectura de la nueva entrada de este blog titulada “Kevin, por favor, deja de dar golpes con el boli en la mesa”, de la filósofa y profesora Esther Terrón. Yo sí creo que debemos llenar de conocimientos los cerebros de nuestros alumnos, y deseo que llenen los de mis hijos con todos los conocimientos que puedan asimilar, cuantos más mejor, como hicieron con el mío. Y es que sin conocimientos no es posible ser competente, ni reflexivo, ni crítico ni, lo sabemos, disfrutar de buena parte de la vida. 
 Dices también que en Secundaria “no deberíamos impartir conocimientos específicos sino formar ciudadanos competentes, nada más”. Eso parece un falso silogismo: es imposible. No se puede ser competente sobre nada. “Ser competente” en algo significa que tienes tus conocimientos sobre ese algo tan bien asimilados y ordenados en la cabeza que los puedes manejar con suma habilidad. Pero no se puede ser competente sin conocimientos específicos que manejar, igual que no se puede ordenar una habitación vacía o jugar al ajedrez sin piezas. Y por cierto, Antonio C., tu argumento de que un alumno puede aprobar todo y aún así no ser competente también es falso y ahonda por desgracia en el lugar común favorito de nuestros políticos y pedagogos (no todos), consistente en que la culpa del fracaso escolar es de los profesores, que enseñamos contenidos sin aplicación y usamos metodologías arcaicas. Pero basta que te acerques a un colegio privado o concertado e incluso público de determinadas zonas (lugares todos ellos dónde, a efectos prácticos y con la aquiescencia de las autoridades educativas, aún no ha entrado ni la LOGSE ni se la espera... curiosísimo) y observes la altísima competencia que sus alumnos tienen para que comprendas lo desacertado del argumento (colegios en los que, por cierto, estudian y estudiaron los hijos de los padres de las distintas leyes educativas, así como los de los pedagogos que elaboran las peregrinas teorías de las que hablamos. A sus hijos, claro, les va estupendamente). Y no te engañes,  eso no sucede porque allí apliquen pedagogías muy modernas y enseñen por competencias básicas. No, es mucho más sencillo: sucede porque esos centros tienen la capacidad de ser exigentes con los alumnos, así como por la implicación de estos y sus familias hacia la formación (por causa social y cultural, probablemente, pero ese es el hecho) y porque allí un alumno aprobado realmente ha aprendido los contenidos de la asignatura, cosa que no siempre ocurre en la enseñanza pública. Claro que si te referías a que en la enseñanza pública actual aprobar o pasar de curso no siempre significa haber aprendido algo, estoy de acuerdo. Pero que aprender de verdad implica ser competente, no te quepa la menor duda. Y lo que estamos haciendo actualmente es abrir una brecha injusta (y aterradoramente grande) entre los alumnos de la pública y los de la privada, cuyo alumnado a los doce años hace cosas que los nuestros de cuarto ni entienden.
            La triste realidad es que estamos cerrando el paso a un alto porcentaje de alumnado procedente de las clases subalternas que, con este sistema, jamás podrán competir con los hijos de las élites económicas y/o culturales (de las que tú y yo, por cierto, formamos parte): cercenamos futuros de hijos que no son nuestros. Y eso es indecente. Dice Esther Terrón (y otros pensadores) que quizá no sea un accidente y que todo esté perfectamente planificado, y es posible que así sea. Por eso mis hijos, o los tuyos, nunca tendrán competencia en un Kevin con su bolígrafo. Y por eso tenemos que rebelarnos. Porque no podemos convertirnos en cómplices de un sistema que desemboca en una estratificación social injusta. La cuna no puede determinar el lugar que debería dictar la capacidad, el mérito y el esfuerzo. Es de justicia y de sentido común. Somos docentes y estamos para enseñar. Enseñar para que mejoren. Porque mejorando nuestros jóvenes mejoramos todos. Al igual que nuestra generación mejoró la realidad de la de nuestros padres. Porque es la única forma de que una sociedad no se anquilose y avance. Eso es lo decente. No me tildes de demagogo, por favor. Ya sé que tú también pretendes lo mismo, lo acepto. Pero la realidad de los jóvenes en edad escolar es la que es. Y porque nos ponemos en su lugar, debemos rebelarnos. Porque ellos no tienen ni idea, no ya de dónde les vienen los palos, siquiera de que los están recibiendo. La ironía histórica de este Sistema Educativo (amamantado desde la LODE y el bachillerato experimental) es que, a través de un discurso que suena a progresista, tremendamente agradecido en su verbalización, hemos permitido un mecanismo educativo de reproducción social casi perfecto, que consigue lo contrario de lo que dice pretender.
Decimos lo que decimos y discrepamos en lo que discrepamos porque disfrutamos haciendo lo que hacemos y nos encanta nuestra profesión. Al igual que tú, por supuesto. Pero lo que cuesta entender, desde hace tanto tiempo, es observar entre algunos compañeros la tozudez dogmática con que se enfrentan a una realidad lamentable que es evidente no sólo para los docentes (la lista de expertos e intelectuales que han denunciado reiteradas veces el desastre educativo español pasa por Antonio Muñoz Molina, Fernando Savater, Pérez-Reverte, César Molinas...).  El mecanismo, si se me permite la expresión, recuerda a la fe del converso: yo veo la Luz de la Verdad, y si la realidad no concuerda con la misma no es porque mi Verdad sea falsa, sino porque los demás son unos ignorantes en la fe y no la ven. Pero en verdad os digo que, en cuanto todos la vean, el mecanismo funcionará. Aleluya.

            Ojo, lo dicho no significa que no haya cosas que mejorar entre nuestro profesorado, que las hay y muchas. Simplemente, como ya dije en otro comentario, es que no es ese el problema principal. Nos estamos equivocando de problema.
            También pareces dejar caer que los profesores nos negamos a formarnos porque no queremos actualizar nuestros métodos. No hay nada más falso. Como coordinador de formación organicé una ponencia en mi instituto, justamente sobre competencias básicas, y para adecuarla hice una encuesta previa para averiguar el grado de formación de mi claustro: prácticamente todos habían asistido voluntariamente a cursos de formación sobre programación y evaluación por competencias. Asimismo, todos afirmaban no haber aprendido nada, o que eran una sarta de obviedades, o que estaban totalmente alejadas de la realidad del aula, o que eran inaplicables... curiosamente, también organizamos unas charlas sobre el uso de la plataforma Moodle como herramienta docente en secundaria y el lleno fue absoluto, incluso hubo que repetirlas. Pocas semanas después, en mi centro teníamos instalado Moodle y ya había profesores dando los primeros pasos. No, Antonio C., la mayoría de los profesores no nos negamos a formarnos ni a reciclarnos. Lo que no queremos es perder el tiempo, así de simple. Y que sea tan difícil encontrar un ponente bueno de competencias sugiere lo poco consistente de esta reforma.
Mira, cuando aparece una nueva técnica en medicina, por poner un ejemplo, si realmente aporta una mejora todos los médicos está deseando actualizarse y aplicarla. Y cuando no funciona ni aporta nada, pues lo desechan y no pierden el tiempo. Y lo mismo sucede con los demás profesionales, así de simple. Eso no es ser un retrógrado: es tener capacidad de discernimiento y sentido crítico.
Por cierto, fue uno de esos ponentes quien afirmó que no era importante que los alumnos supieran la tabla de multiplicar ya que, total, siempre podían contar con los dedos, no me lo estoy inventando yo. Cierto que en ningún lugar dice que no haya que aprenderlas. Pero la realidad es que, en un alto porcentaje, nuestros alumnos no las saben. Pero los alumnos de los colegios privados y desde luego tus hijos y los míos sí se las saben y las dominan, no te quepa duda. Algo está fallando, digo yo. ¿O es que se trata precisamente de eso...?
           
            También cargas, al final de tu intervención, contra la selección de los alumnos. Vamos con más demagogia: ¿pretendes obviar que vivimos segregados por mecanismos que, mientras estemos en este lado de la sociedad, mejor no desenmascarar? ¿El reparto social por barrios es aleatorio y casual? ¿Y que por eso mis hijos y los tuyos van al colegio que van y Kevin, con sus bolis, va al que va? No termino de entender por qué tipo de complejo eso de seleccionar alumnos os suena a nazismo, como si los quisiéramos seleccionar para el matadero. El rechazo a la selección es otro de los dogmas que más daño hacen al sistema y a los propios alumnos (y me refiero a todos, también a los que desean otro tipo de salida formativa que debería ser igual de digna y que nosotros nos empeñamos en negarles en una especie de “despotismo ilustrado” educativo). ¿Por qué algo que se da por descontado en el resto de ámbitos de aprendizaje (cursos de esquí, academias de idiomas, etc) donde lo primero que se hace es dividir al alumnado por niveles y capacidades para atenderlo mejor, es una especie de blasfemia en la ESO? Y otra pregunta: si no hay que dar tantos contenidos sino hacer a los alumnos competentes, y sabiendo que no hay mejor desarrollo de la competencia que el ejercicio práctico de lo aprendido, ¿por qué es otra blasfemia que los alumnos que lo deseen terminen su formación hasta los 16 en una rama profesional, como aprendices, y se les obliga a permanecer en las aulas, que pocas competencias más están proporcionándoles?
            De todas formas, como persona constructiva que soy (que no constructivista), quisiera pedirles que ustedes, que sí han comprendido la filosofía de las competencias básicas, nos pusieran un ejemplo de un tema cualquiera comentando cómo se suele enseñar ahora, cuáles son los errores de ese método y cómo se debería abordar más eficazmente a través de las competencias básicas.
            Finalmente, comentarte que por supuesto he visto los ejercicios de las pruebas PISA, y he de decirte que son problemas que tú y yo resolvíamos por docenas en sexto y séptimo de EGB. En aquella época no había competencias básicas, constructivismo ni TICs. Entonces, ¿por qué se le hace cuesta arriba a un porcentaje tan elevado de alumnado de la ESO? ¿Será porque ahora todo el profesorado es malísimo? No seamos simples, por favor. ¿Qué ha pasado realmente? ¿En qué estamos participando? Si recuerdas, nuestro primer ciclo de EGB consistió, básicamente, en hacer cuentas, problemas, dictados y redacciones, y en memorizar unas cuantas cosas. Actividades todas ellas arcaicas y obsoletas según los modernos pedagogos,  pero que nos han llevado a ambos a terminar una carrera superior, aprobar una oposición, ser autónomos para adaptarnos a diferentes trabajos y a las nuevas tecnologías (que entonces ni existían) y estar ahora aquí, con una sintaxis y una capacidad de expresión envidiables, “charlando” por internet sobre la inutilidad de los antiguos métodos de enseñanza y las bondades de los nuevos...


Ignacio R. Alemparte y Antonio Hernández

domingo, 12 de junio de 2011

Kevin, por favor, deja de dar golpes con el boli en la mesa

No sé qué nos pasa, pero somos los últimos en enterarnos de lo que se prepara en los despachos mientras nosotros estamos en el aula diciéndole a Kevin que, por favor, por Dios y por su madre, deje de dar golpes con el boli en la mesa. Lo digo sin ironía porque, sinceramente, creo que el docente es de naturaleza confiada: cree que si le dice a Kevin que no haga ruido Kevin no hará ruido, que los contenidos que aparecen en los currículum de las materias que impartimos deben impartirse por el bien del alumno y que si los que dirigen el barco nos piden que hagamos algo, es porque han estudiado los vientos y saben cómo llevar la nave a puerto. Lo nuestro, parece, es remar (lo que también podría expresarse diciendo que hemos asumido el papel de “machacas” sin nada inteligente que aportar).
Decir que las leyes sirven para proteger aquello que valoramos es una obviedad pero, a veces, es bueno recordar obviedades para recordar por qué estamos donde estamos. El que hace la ley -los políticos a los que votamos- trata de resguardar un bien, evitar un peligro (o así debería ser): leyes que protegen la propiedad, el trabajo, la salud, etc. Pero cuando se miran las leyes educativas que nos han endilgado en los últimos tiempos parece inevitable preguntarse ¿qué tratan de proteger estas ordenanzas? ¿Sigue siendo el derecho a la educación un bien protegido por la Constitución Española?
Estoy convencida de que esto a lo que Ignacio Rodríguez se refiere en su artículo, esto que nosotros hemos descubierto en los últimos claustros, es algo que los "perpetradores del plan" conocían perfectamente cuando tramaron la evaluación por competencias. De hecho creo que es el objetivo real del plan: formar ciudadanos completamente incompetentes. Ciudadanos competentes en matemáticas con las matemáticas a cero o competentes en lengua que la escriben con j. Es la realidad a la que se refiere Ignacio y que todos estamos viendo en nuestros centros.
Recuerdo que no hace tanto había un valor en nuestras vidas que se llamaba "amor al saber", muy cursi seguramente. Suponía que el conocimiento por sí mismo era algo importante en la vida de un ser humano que, de hecho, lo humanizaba aún más en la medida en que le permitía desplegar sus "capacidades" o "potencialidades" de una forma libre y madura, independientemente de la posible aplicación práctica de estas. “El saber no ocupa lugar” quería decir que uno debía aprender porque no se sabe lo que vamos a necesitar en la vida. A eso, a saber, se le llamaba “progresar”, concepto que no sólo se refería a tener un trabajo mejor del que tendrías sin estudios (cosa importante), también implicaba un valor moral. Las personas formadas eran más libres, creíamos, porque tenían mayor posibilidad de elección y autonomía  en todos los órdenes (no solo en  el laboral).
Conocer era un valor porque se suponía que la actividad intelectual y el esfuerzo mental aumentaban nuestra capacidad de creación, de análisis, de reflexión, de valoración, de comprensión, de innovación y de crítica del mundo. De ese modo se entendía que, por poner un ejemplo, aunque las veces en las que uno pone realmente en práctica el conocimiento de que la tierra es redonda son muy escasas (durante miles de años pudimos vivir pensando que era plana) se encontraba conveniente que todo el mundo conociera esa verdad y no viviera en el error. La enseñanza estaba basada en esa idea: sacar a la gente de la ignorancia. Circunstancia esta última que, en cierta medida, degradaba la propia naturaleza humana asimilándola a las  antes llamadas bestias. Lo que ahora las competencias buscan no es que el ciudadano sepa (cosa bastante elitista y  detestable por lo visto), de lo que se trata es de que esté capacitado para seguir un cursillo de, pongamos por caso, Manejo de la Caja Registradora de Alcampo. Para eso ni tiene que conocer la tabla de multiplicar (esfuerzo memorístico inútil y ya desterrado de la educación hace tiempo), ni mucho menos saber diferenciar un soneto de Quevedo del menú del McDonald. Son las empresas las que darán a los trabajadores la formación que necesiten, el Estado debe garantizar que, simplemente, estén capacitados para  seguirla. ¿Más formación? ¿Para qué?  No creo en la inocencia de nuestros dirigentes, creo que quieren un mundo lleno de mano de obra barata, poco cualificada, con la única aspiración de poderse pagar unos cristales tintados para un coche sin seguro que muy probablemente le embarguen, lo suficientemente analfabeta para no distinguir a su enemigo ni cuando tiene que irse a casa de mamá a por un plato de lentejas (sin chorizo).
Se trata de que el ciudadano esté entrenado para “competir” (¿no viene de ahí “competencia”?)  por un puesto de trabajo en condiciones de explotación contra  cinco millones de parados. No sea que les dé por analizar, evaluar, reflexionar, criticar,…. el mundo en el que viven y ocurrírseles algo inconveniente.

Esther Terrón
Profesora de Filosofía del IES Las Veredillas
Tenerife

domingo, 15 de mayo de 2011

POR QUÉ NO CREO EN LAS COMPETENCIAS BÁSICAS

    Muchas y muy intensas son las discusiones estos días en los claustros de nuestros institutos para tratar de hallar la cuadratura del círculo. Me refiero a la confección de un documento o protocolo para evaluar, al término del presente curso, si todos y cada uno de nuestros alumnos han  alcanzado o no las famosas competencias básicas. La existencia comprobada de tales debates interminables, así como la ausencia absoluta de un modelo al respecto avalado por la Administración, que nos ha regalado (de manera un tanto sospechosa, pues no se suele caracterizar precisamente por consultar a los docentes antes de tomar sus decisiones) la posibilidad de gestionar nosotros mismos este galimatías, harían pensar a cualquier neófito en el asunto educativo que dicho objetivo sea acaso más difícil de lo inicialmente pensado.

            Y de hecho, no es que sea difícil: sencillamente, es imposible.

            Un altísimo porcentaje de los profesores (también lo he comprobado) sospechan que esto de las competencias básicas, que tan bonito suena, es en realidad un disparate. Se lo dicta su experiencia y su sentido común, aunque no siempre resulte fácil explicarlo. Y no me extraña. La verdad es que suena bien. Es como una meta superior, un ir más allá, algo así como olvidar la importancia aburrida de las arcaicas asignaturas de toda la vida para centrarse en un objetivo más noble, cual es una especie de formación integral de los alumnos que los lleve a ser “capaces”.

            Y, con todo, el tinglado de las competencias básicas es un sinsentido como tantos otros de nuestro actual sistema educativo. Trataré de argumentarlo en tres puntos, que expondré por orden inverso de importancia.

            En primer lugar, deberíamos entender algo que a buen seguro no se les escapa a los profesores de física: en cualquier ámbito de la vida, cuando trato de evaluar en unidades distintas a aquellas en las que mido, el resultado siempre es absurdo. Pondré un ejemplo: muchas de las empresas de suministro de agua  contabilizan el consumo en metros cúbicos, que es lo que mide el contador, pero tarifican en tramos de diez. Así, una persona que a base de concienciación y esfuerzos ahorre agua y gaste, pongamos por caso, tres metros cúbicos al mes, pagará lo mismo que un vecino derrochador  y desconsiderado que deje los grifos abiertos y llene su jacuzzi todas las noches, consumiendo nueve. Miento: el primero pagará mucho más, pues a él cada litro le costará, comparativamente, el triple que a su vecino. Es decir, si se mide en metros cúbicos, se debería cobrar en metros cúbicos, y si se desea tarificar de diez en diez, debería medirse igual. Lo contrario nos lleva siempre a situaciones disparatadas como la expuesta. Lo mismo sucedía antes con las tarifas telefónicas, en las que se contaban segundos pero se cobraban minutos.

            Pues bien, cuando todo el sistema educativo se basa en asignaturas (sí, ya sé que ahora se debe decir “áreas” o “materias”, pero si no me creo el tinglado de las competencias básicas permítanme que tampoco me trague el cuento de las nomenclaturas innovadoras), es simplemente absurdo tratar de evaluar por competencias. Si se quiere evaluar así, habrá que organizar la docencia entera por competencias: ojo, la docencia entera, no solamente la programación. Debería existir la asignatura de “aprender a aprender”, así como la de “interacción con el mundo físico”, y sus respectivos departamentos y especialistas. Sin embargo, no es así. Pero no crean que el sistema, como parecen querer transmitir los pedagogos, se basa en asignaturas porque seamos arcaicos y no queramos adaptarnos a los nuevos tiempos: no, el sistema se basa en asignaturas porque es en lo que tiene que basarse, como ocurre desde que existe la educación y como luego argumentaré. Esta primera paradoja da pie a muchas de las situaciones que se están planteando estos días en los claustros, que tantas discusiones provocan y que los profesores se ven incapaces de solucionar (lógicamente, pues no se puede solucionar algo que es absurdo), como podría ser que un alumno tuviese suspendida la asignatura de lengua pero aprobada la competencia lingüística. Es decir, que fuese incompetente en aquello en lo que es competente.

            En segundo lugar, la pretensión de evaluar a un alumno de secundaria por sus competencias, si echamos un vistazo a la redacción de cualquiera de ellas, suena realmente a fuegos de artificio,  casi a estafa. Pretender, por ejemplo, que tras cuatro años recibiendo clases de cálculo, geometría, álgebra, ecuaciones y sistemas, funciones, estadística, trigonometría y un largo etcétera de contenidos por parte de profesionales especializados, un joven de dieciséis años deba simplemente “poseer habilidad para utilizar y relacionar números, sus operaciones básicas y el razonamiento matemático para interpretar la información, ampliar conocimientos y resolver problemas tanto de la vida cotidiana como del mundo laboral”, es decir, saber poco más que los números, hacer cuentas básicas y calcular cuántos billetes y monedas debe darle a la cajera del supermercado es, simple y llanamente, ridículo, así como un insulto al alumnado, a sus familias y a la labor de los profesores. De hecho, las competencias no deberían ser los objetivos de una educación secundaria seria sino, en muchos casos, las bases de arranque de la misma. Manejar los números, las cuatro operaciones básicas y una cierta capacidad de razonamiento lógico es lo mínimo que debería exigirse en matemáticas a un alumno que ingresa en primero de la ESO.

            Finalmente, y como argumento más decisivo, diremos que la concepción de las competencias básicas como objeto de aprendizaje y evaluación es una absoluta falacia en cuanto que son una generalidad, y no se puede ni dar clase ni evaluar generalidades. Las generalidades están bien para entendernos, como recurso del idioma, pero en la vida real deben concretarse, desmenuzarse y materializarse en pequeñas partes identificables, explicables y aplicables, porque todo el saber, en general, se plasma en saber hacer cosas concretas. Y, por supuesto, evaluables. Veamos otro ejemplo. Todos estaremos de acuerdo en que la cocina de Ferrán Adriá es excelente. Es un buen cocinero. Tendría aprobada la competencia “saber cocinar”. Ahora bien, ¿qué significa exactamente eso de “saber cocinar”? ¿Que sus tortillas son muy ricas? ¿Que deja la pasta al dente? ¿Que da a sus platos perfectamente el punto de sal?  Pues sí, todo eso, y cientos de cosas más. Cuando afirmamos que ese hombre es buen cocinero, estamos afirmando que hace bien muchísimas cosas concretas que configuran el arte gastronómico, tantas que, por brevedad, debemos usar una expresión generalista como es “saber cocinar”. Ahora bien, usamos esa expresión simplemente para entendernos, pero de ninguna manera le damos rango de estructura de aprendizaje. De la misma forma, cuando Ferrán Adriá fue a la escuela de cocina no le enseñaron a “saber cocinar”, así, de golpe, en una asignatura que tuviese ese nombre. No, le enseñaron a identificar la calidad de los alimentos (atención: uno por uno, no la de “todos” los alimentos en general), su comportamiento frente a los diferentes tipos de cocción, las operaciones mecánicas y químicas, la confección y presentación de los platos y muchísimas cosas más que hubo que desmenuzar en asignaturas diversas, a su vez divididas en temas y estos en epígrafes, y con montones de ejercicios prácticos. Y, por descontado, cada una de ellas impartida y evaluada por el correspondiente especialista. Así se pueden enseñar cosas, pueden ser asimiladas por los alumnos y podemos evaluarlas los profesores. Y, como consecuencia de todo ello, el señor Adriá ahora “sabe cocinar”.

            La enseñanza se ha articulado siempre en asignaturas concretas porque la vida real se plasma en cosas concretas, no en vaguedades como  capacidad del alumno para buscar, obtener, procesar y comunicar información y trasformarla en conocimiento, o capacidad de utilizar correctamente el lenguaje tanto en la comunicación oral como escrita. La última versión de este desvarío es pretender que, en realidad, lo que ocurre es que los profesores “enseñamos mal” las asignaturas y por eso luego se verifica que los alumnos no saben aplicar sus conocimientos, es decir, son “incompetentes”. Idea bastante peligrosa que lleva a afirmar cosas tan insensatas como que los contenidos son secundarios y lo que importa es ser competente, como si ello fuera posible  (vamos, que no hay que empeñarse en que los alumnos aprendan la tabla de multiplicar, mientras puedan hacer las cuentas aunque sea con los dedos: la mediocridad elevada al rango de objetivo de aprendizaje). (Me pregunto si quienes pregonan tales desvaríos estarían dispuestos a aplicarlos sobre sus propios hijos, permitiendo que terminen la primaria sin saber, por ejemplo, las tablas de multiplicar). Lo más curioso es que estas corrientes en ningún momento se plantean que si existen alumnos que terminan la ESO sin desarrollar sus competencias es, a lo mejor, porque un sistema ingenua y absurdamente garantista permite que pasen de curso con todo suspendido jóvenes que, por las razones que sea, no tienen el mínimo interés en aprender lo que allí se les ofrece. Es decir, que no saben hacer nada porque simplemente no han aprendido nada, y no porque el sistema de asignaturas sea un error pedagógico. A buen seguro, si el sistema aparcase sus dogmas buenistas de cuento de hadas y ofreciera alternativas educativas realistas a estos alumnos por la vía de la preparación profesional, brillarían sus talentos y se demostraría con claridad meridiana cuál es el verdadero error pedagógico.

            Hay quien argumenta, finalmente, que lo que ocurre es que las competencias precisan una minuciosa concreción curricular, especificando punto por punto qué se va a enseñar en cada momento y cómo se va a evaluar. Me parece perfecto, pero ese es exactamente mi argumento número uno: que eso ya se hace con las asignaturas, y si las que hay no nos gustan, habrá que inventar asignaturas nuevas o mejorar las existentes, pero no enseñar a través de unas y evaluar a través de otras.

            Las competencias, en cualquier ámbito educativo, se desarrollan, indefectiblemente, cuando un sistema educativo basado en asignaturas con contenidos bien escogidos, ordenados y estructurados y a través de profesores especialistas motivados y bien entrenados (con metodologías más antiguas o más modernas), enseña cosas concretas a unos alumnos que trabajan adecuadamente en el aula (porque el sistema así lo propicia) y los evalúa paulatinamente de sus avances. Si los alumnos demuestran que saben hacer bien al menos la mitad de las cosas que se les han enseñado, se les considerará aprobados en la asignatura. Y un alumno que aprueba todas las asignaturas tendrá las competencias desarrolladas, porque no puede ser de otra forma. Mejor o peor, porque todos somos distintos y el talento también existe, pero será competente.  No todos los que salieron de la escuela de cocina son tan geniales como Ferrán Adriá, pero sin duda a todos se les puede aplicar la generalidad de “saber cocinar”. De la misma forma no todos los dentistas son igual de buenos, pero en cualquier caso todos ellos llegaron al conocimiento que avala su título a través del aprendizaje de miles de cosas concretas de las cuales fueron evaluados. Exactamente igual que cuando toda persona aprende cualquier cosa, desde tenis hasta física cuántica: el conocimiento se desmenuza, se divide y se concreta.

            No se puede enseñar a un alumno “competencia matemática”, “competencia para la interacción con el mundo físico” o “competencia artística”, ni evaluarlo de esas competencias ni de ninguna otra. Se le pueden enseñar y evaluar las tablas de multiplicar (una por una), las operaciones (una por una y a base de hacer docenas de ejercicios), a resolver problemas de diversa índole, los estilos artísticos, las notas musicales, la ley de la gravedad, la condensación de vapor de agua en las nubes y una larguísima serie de cosas concretas al final de las cuales, si el sistema es serio y el alumno ha aprobado por méritos propios y no ha pasado de curso por imperativo legal, será competente, no lo dudemos.
                 Lo demás es buscar tres pies al gato y, lo más peligroso, es echar balones fuera acerca del verdadero origen de nuestro fracaso escolar. 


                                                                   Ignacio Rodríguez Alemparte
Profesor de Tecnología en el IES Guaza. Tenerife
Secretario del IES Guaza para el período 2011/12-2014/15

miércoles, 27 de abril de 2011

HAGÁMOSLO NOSOTROS

El goteo incesante de  leyes enunciadas por gente ajena al mundo educativo real ha llevado a una buena parte del profesorado a un estado de aburrimiento y hastío hacia las políticas educativas que se han ido estableciendo a lo largo de las últimas décadas. Políticas que han estado, en su mayoría, tan alejadas de la realidad del aula que, norma tras norma, orden tras orden, resolución tras resolución, han nacido lastradas y burocratizadas por inverosímiles, absurdas, teóricas y ajenas al día a día de los centros.

Evidentemente, podemos pensar muchos, tal situación ha sido, y es, producto, en gran medida, del nivel de desconocimiento de la realidad por parte de las personas encargadas de generar, impartir y desarrollar las directrices educativas que llegan a los centros. Situación motivada por el  alejamiento y/o la desafección del aula en que se encuentran las mismas, lo que les lleva a legislar y a dirigir  sobre una realidad que les queda, cuando menos, lejana. Por tanto, no es extraño que se pueda creer que este estado de  distanciamiento podría ser corregido, en buena medida, favoreciendo que estas personas, en el desarrollo de sus cometidos, no fuesen obligadas a trabajar exclusivamente lejos de las aulas. Se puede considerar que el contacto diario con las mismas ayudaría, sin duda alguna, a la percepción y al conocimiento de una realidad que, al estar aisladas en un despacho, se les escapa.

 ¡¡Qué peligro hay en mantener alejadas del aula a las vanguardias pedagógicas!! En este sentido, habría que gestionar, desde la Administración Educativa, algún tipo de mecanismo para que todas aquellas personas, docentes de profesión, que en este ámbito tengan responsabilidad y capacidad de generar, opinar o guiar, en lo que a pedagogía y convivencia en los centros se refiere, tenga, de forma obligatoria, incluido en su horario de trabajo, al menos una carga horaria lectiva directa en el aula de un grupo-clase (en un centro cercano a su despacho) y, mínimo, una carga horaria complementaria de dos guardias de pasillo (no intercambiables por guardias de biblioteca) en el mismo centro.

Pero si esta propuesta se hace difícil de digerir, o complicada de llevar a cabo, podría bastar con que no se obligue a toda esta gente a permanecer lejos del aula más de dos cursos escolares seguidos. Es sencillo el planteamiento: la comisión de servicios no debe durar más de dos cursos debiendo incorporarse a su plaza al inicio del tercero, pudiendo retornar a su comisión pasados uno o dos cursos más. Todo ello con el fin, fin educativo, claro está, de que, conociendo la realidad en la que desarrollamos nuestro trabajo en los centros, puedan realizar su labor técnica con conocimiento de causa, de forma más responsable, veraz, creíble y realista. Lo que, sin duda, redundaría en una mejora en la Calidad Educativa.

Pero no es de esto de lo que queremos hablar en este artículo. En absoluto. Lo planteado, si bien es deseable y recomendable, y por ello debemos exigirlo sin ningún tipo de rubor, sabemos que no está a nuestro alcance desde el día a día de los centros. Se puede tener la percepción de que la política educativa general no cuenta con los centros. Por eso es política. Por eso está tan alejada de los centros. Así que este artículo no pretende, en modo alguno, hablar de las distintas políticas educativas que hemos venido sufriendo en las últimas décadas. Ni de sus mentores. En absoluto.

En este artículo lo que queremos plantear es que, en algunos aspectos bastante significativos, la capacidad de actuar de otra manera en los centros es factible. Es posible gestionar el día a día de otra manera. Es posible gestionar  la normativa de otra manera y está en nuestras manos siempre que estemos dispuestos a asumir esa responsabilidad.

La culpa, queremos explicar, no siempre es del otro. Debemos hacer autocrítica y entender que nuestra inacción acomodaticia y aburguesada consiente y retroalimenta su sinrazón burocrático-administrativa. Nuestro nihilismo profesional permite, autoriza y da oxígeno a su burocracia alienante. Dejó dicho Darío Fo que la indignación es el arma de los gilipollas. Así que tranquilos, y tranquilas, por los pasillos de nuestros Centros. Tengámoslo claro. 

 La tesis de este artículo no es otra que plantear la necesidad y la urgencia de cambiar, desde cada centro, el paradigma subyacente en el que todo este conjunto de iluminados e iluminadas, perfectamente prescindibles,  se mueve. Paradigma erróneo y falaz pero, y esto es lo importante (importante para ellos, claro está), tremendamente útil para mantenerlos, de forma contumaz y segura, alejados del aula.

No se trata de llevar a cabo una labor de titanes que quieren arreglar el mundo. No somos tan magníficos, ni tan magníficas. Pero es que tampoco es necesario, ni tan complicado. Podemos cambiar, o por lo menos intentar cambiar la dinámica educativa de nuestro centro, en interés del bien común. En interés de nuestro alumnado. Y eso es lo importante. Y merece la pena.

En el intento de generar un debate que creemos necesario, hacemos una introducción sobre cuales son las bases sobre las que construir el modelo que se plantea como alternativa. Qué cosas podemos hacer. Qué dinámicas podemos intentar implantar. Cosas que, sépanlo, se están haciendo en algunos centros educativos. Dinámicas que funcionan. Con elementos mejorables pero que funcionan. Y hay que intentarlo.

 Lo que pretendemos es plantear al conjunto del profesorado en activo en las aulas que es posible desarrollar un modelo educativo de gestión diferente al que, sibilinamente, nos quieren hacer creer que estamos abocados. La normativa actual en modo alguno marca de forma inexorable la realidad que, día a día, podemos observar en muchas aulas y centros educativos. La normativa actual, en modo alguno marca de forma inexorable la interpretación de la misma que, día a día, nos hacen llegar las distintas instancias educativas.

Dicha normativa, sí es cierto, determina una carga burocrática excesiva (y en muchas ocasiones tediosa e insufrible). Pero estamos hablando de otra cosa. Existen centros cuya filosofía de funcionamiento es clara y simple, centros que huyen de floripondios competentes y de estratosferas básicas y se limitan a plantear enunciados fáciles de entender, de hacer entender y  de llevar a cabo. Desde una óptica,  evidente y necesaria, de defensa del derecho a la educación de nuestro alumnado.

El paradigma vigente, subliminal pero vehemente como una machacadora, nos quiere hacer creer (necesitan hacer creer) que el “enemigo”, en cuanto a responsable del fracaso del Sistema Educativo, es el profesorado que habita nuestras aulas. Bien por ignorancia, bien por no haber encontrado laluzdelaverdad de sus distintas reformas; bien por felón e indolente, bien por gandul o impresentable. Da igual. El problema, nos bombardean constantemente (y bombardean a los responsables legales de nuestro alumnado, a nuestro alumnado y a la opinión pública en general) está en que no hemos estudiado lo suficiente, en que no nos hemos formado lo suficiente y, por ello, no llegamos a entender, ni a interiorizar, ni a saber llevar a cabo las enseñanzas y pautas que emanan de su sacrosanta y mágica legislación.

 El fracaso del Sistema Educativo, necesitan hacer creer, es responsabilidad del profesorado. Y todo porque consideran que en el “aula hace frío”. Y ellos son adictos al calor. A cualquier calor siempre y cuando emane lejos de un aula. Y mientras tanto, sus retoños en  elcolegiodelpilardeturno. Así de simple, así de triste y así de patético.Pero no es de esto de lo que queremos hablar en este artículo. En absoluto.

 Lo que nosotros planteamos es que, en buena medida, el problema no es otro que ese cuatro, o cinco por ciento de alumnado que se encuentra “quemado” del sistema educativo. Esa minoría que solivianta e impide el ejercicio y disfrute del derecho a la educación del restante noventa y cinco por ciento. Ahí, creemos, está la clave. Debemos trabajar para esa aplastante, e indefensa, mayoría silenciosa que, en demasiadas ocasiones, no pueden disfrutar de las oportunidades que les ofrece el Sistema Educativo debido a la actitud disruptiva y a la falta de interés de esos pocos que, por desgracia, se hacen notar demasiado. Por culpa de esa minoría que, por razones dignas de manuales de psiquiatría, permitimos que absorban todas nuestras energías consiguiendo muy poco, o nada, a cambio. Pero que, sin embargo, al impedir con su actitud el normal desarrollo de la actividad docente, condenan a la ignorancia y a la ramplonería, cercenantes en cuanto a futuros, a buena parte de esa mayoría silenciosa que tiene derecho a una realidad educativa diferente y en condiciones.

No dudemos que, en nuestro quehacer, hemos de intentar rescatar a este alumnado inadaptado. Faltaría más. Pero, lo que debemos tener claro de entrada es que, si se diese la disyuntiva, no hemos de dudar de hacia dónde hay que dirigirse. Con todo lo que ello implica. Y eso, parece ser, es lo difícil. Difícil por lo que de compromiso supone. Y porque siempre es más fácil, y cómodo, ignorar al que no se hace notar. Pero eso, aparte de un grave error, es una tremenda injusticia.

¿Qué podemos hacer? ¿Tenemos capacidad para establecer una política educativa alternativa a la que emana de la mayoría de los estamentos de la Administración Educativa? Desde la autonomía de nuestro centro ¿hasta dónde podemos llegar en la interpretación de la norma?

Creemos que es bastante lo que se puede hacer en el intento de, si se nos permite la expresión, racionalizar el disparate en el que nos ha ido introduciendo la vorágine legal e interpretativa de las últimas décadas. Y, en este artículo, planteamos lo que, creemos, deben ser las líneas maestras lógicas de nuestro proyecto.

En principio, como uno de sus ejes fundamentales, debemos trabajar para crear un espacio de convivencia en el que, por un lado, cada cual se sienta libre de expresarse, en sentido amplio, en la seguridad de que va a ser respetado (lo que es bastante más difícil de lo que parece); y, por otro lado, un lugar que sea sentido, por parte de la Comunidad Educativa, como algo más que un centro estrictamente académico, como algo vivo y propio en el que todos podamos participar en su creación y puesta en marcha.

En el mismo nivel de importancia, y como eje fundamental paralelo, debemos trabajar por crear un ámbito educativo en el que tenga prioridad la defensa del derecho a la educación de aquellas personas que quieren trabajar, estudiar y formarse (y de aquellas otras que, aun sin saberlo, también lo desean o pueden llegar a desearlo).

Frente al derecho a la educación que, por edad, tiene nuestro alumnado, debemos dar prioridad al derecho a la educación de aquellos que tienen interés en trabajar, estudiar y formarse. Ojo, no hablamos de alumnado con capacidad académica. No confundamos. Hablamos simplemente de aquellas personas que quieren hacer algo (o más que algo) y de aquellas que, si se dan las condiciones, si creamos las condiciones adecuadas, se sumarían a este grupo.

 Debemos entender, y debemos hacer entender, que los recursos puestos a nuestra disposición, y las energías que estamos dispuestos a poner en el empeño, han de ser activados hacia aquél alumnado que, en determinadas coyunturas educativas, podrían no recibir la atención y la dedicación que se merecen y a la que tienen derecho. Este punto es fundamental y es la clave de todo nuestro planteamiento. Si  tenemos claro cuál es nuestra prioridad, no tendremos problema a la hora de trabajar por ella. Trabajar con todos los elementos que la normativa pone a nuestra disposición, asumiendo y enfrentando los posibles sinsabores que, en un  principio, nos pueda ocasionar. Y disfrutando, más temprano que tarde, tanto nosotros como nuestro alumnado, de las satisfacciones que, igualmente, nuestro trabajo nos va a proporcionar.

El diálogo como herramienta no se puede convertir en simple discurso unidireccional justificador de actitudes sin que se varíen las mismas. No puede devenir en simple protocolo estandarizado que, sin solucionar nada, da una pátina de proceso dialogante y democrático, nos calma la conciencia y no resuelve nada. El diálogo constructivo precisa, como mínimo, de dos personas que planteen y asuman compromisos. Si sólo habla una mientras la otra únicamente asiente como mecanismo suavizador, y escabullidor, de  responsabilidades, no es diálogo. Es otra cosa. Y no nos sirve porque nos hace daño como colectivo. Y nos hace daño porque no resuelve nada.

El diálogo como herramienta mal entendida, mal utilizada,  no se puede convertir en simple proceso, inane e improductivo, que conforma una realidad que eterniza y generaliza una dinámica infernal. Porque nuestro alumnado no se merece el averno. Y porque nosotros, como docentes, tampoco. Tenemos a nuestra disposición unas Normas de Organización y Funcionamiento (NOF) en nuestros centros que no debe darnos pudor ideológico utilizar. Un NOF que, no lo olvidemos, es elaborado y aprobado, democráticamente, por los representantes de la Comunidad Educativa. Por tanto, una norma de funcionamiento que plasma, simple y llanamente, aquello que queremos que sea plasmado. Y es ahí donde debemos de empezar a mojarnos e implicarnos. Hasta empaparnos. Porque merece la pena.  Así que hagámoslo.

Y si no tenemos esa norma interna, o estamos en proceso de elaboración, existe un Decreto de Derechos y Deberes del Alumnado, promulgado por la Administración Educativa, que está para algo. Y no hemos de sentir temor en utilizarlo como herramienta cuando sea preciso. Por simple responsabilidad. Así que hagámoslo.

Por otro lado, ya lo hemos dicho, nuestro proyecto también debe velar por el hecho de que reciba atención ese alumnado que, por distintas circunstancias personales y/o sociales, perciben la obligatoriedad de la educación como un lastre y una incomodidad, y muestren una actitud negligente y disruptiva hacia la misma. Un ámbito educativo en el que este alumnado pueda experimentar otra forma de relacionarse y de vivir en comunidad, donde pueda captar y sentir que el respeto de unas normas básicas de convivencia nos hace la vida más fácil y satisfactoria a  todos. Hemos de tener en cuenta que, en ocasiones, únicamente cuando están en el centro reciben pautas de comportamiento y de actitud en sociedad. Y que probablemente, aun pudiendo estar en desacuerdo, muchas veces agradecen poder estar en un sitio donde las reglas de juego están claras entre lo que es aceptable y lo que no lo es. En ocasiones les ayuda a no sentirse tan perdidos. Son dignos de atención. Son dignos de consideración. Cierto. Pero los otros también, aunque no hagan ruido. Aunque no llamen la atención.

En el mismo sentido, debemos trabajar por crear un espacio en el que las familias sientan que la puerta está abierta; donde perciban que serán escuchadas sobre todo aquello relacionado con el ámbito educativo que compartimos que consideren oportuno; donde encuentren una vía adecuada para toda aquella iniciativa que planteen pero, sobre todo, donde entiendan que tanto ellas como nosotros perseguimos el mismo objetivo: el beneficio para sus hijas e hijos. Donde se les dará la razón si la tienen y se les negará si no la tienen.

Hemos de hacerles entender (y créannos que se logra) que, por el interés de sus hijas e hijos, nosotros no somos una guardería. Que en nuestro sueldo no se incluye esa función. Que estamos para otras cosas. Que para aparcar y cuidar niñas y niños malcriados están aquellas personas a quienes el destino agració con vástagos tales. Puede parecer duro, puede parecer incorrecto. Pero lo entienden. Lo entienden y, la inmensa mayoría, lo agradece. Con los medios puestos a nuestra disposición llegamos hasta donde podemos llegar. A partir de ahí, debemos asignar prioridad entre las distintas realidades. Y debemos tener clara cuál es la nuestra. Nuestra realidad y nuestra prioridad. Que, no lo duden, es la de ellos. Y hay que explicarlo. Y no hay problema en ello. Así que hagámoslo.

Por último, hemos de trabajar para lograr  un entorno en el que el profesorado y el personal no docente que trabaja y se implica en el proyecto, se sienta respaldado y apoyado en su labor y en el que encuentre respuesta a todas aquellas iniciativas que puedan plantear en beneficio de nuestro alumnado y del Centro. Un profesorado que vea reconocido su esfuerzo y su implicación.

Un entorno en el que el profesorado y personal no docente que, por las razones que sean, se encuentre invadido por la desidia y/o la dejadez, por la abulia y/o la apatía, no pueda sentirse cómodo. Un entorno en el que, indefectiblemente, se le haga ver a este  profesorado que, si se nos paga un sueldo, es por algo y para algo. La indolencia que intentamos combatir en nuestro alumnado no puede ser ejemplo en el profesorado. El hecho de que la puerta de entrada sea tan amplia que permita el acceso de tan dispar personal, no quiere decir, no significa, que tengamos que aceptar como un imponderable la indolencia vital de ciertas personas. Con los medios que tenemos a nuestro alcance, que no son muchos, hemos de intentar despertar y activar a tales compañeros y compañeras. Si no es posible, hemos de conformar un ambiente de trabajo en el que su propia (in)actividad deje en evidencia su indecencia profesional. Son pocos y cobardes. Cierto. Y su influencia en la dinámica general del centro no es altamente significativa. Cierto. Pero en ocasiones, cierto también, afecta mucho más de lo deseable. Y eso, por el bien de nuestro alumnado, y por el nuestro, también tiene que ser combatido.

En resumen, debemos pretender un espacio común, académico y de relación, en el que nuestra pertenencia y permanencia en él, tanto por parte del alumnado como profesorado, familias y personal no docente, sea, a la vez, gratificante y constructivo.

En nuestra mano está. ¿Cómo? Implicándonos y tomando partido. Partido hasta mancharnos, que diría Gabriel Celaya. Obviamente llevar a cabo y defender esta política de Centro nos exige una implicación que hay que valorar y tener en cuenta, pero no es posible escudarnos en que otros no lo hacen, los políticos no lo quieren o  la Consejería no lo potencia. Porque la normativa lo permite. Entonces, hagámoslo nosotros. Desde nuestra autonomía podemos hacer, cuando menos, algo distinto. Intentar otra cosa. Asumamos las discrepancias y defendamos nuestro planteamiento frente a, si se diese el caso, nuestros superiores jerárquicos, a parte de los responsables legales de nuestro alumnado, a parte del propio alumnado, a parte de nuestros compañeros y compañeras de claustro…. Intentemos crear una dinámica educativa en nuestro centro que sea más que aceptable para los años, pocos o muchos, que aún nos quedan en esta profesión. Porque merece la pena. Por nuestro alumnado y por nosotros. Y porque, a la vista está, y la experiencia nos lo demuestra, no nos va a venir de fuera. Así que hagámoslo nosotros.

Antonio Hernández
hagamoslonosotros.blogspot.com