¿ENSEÑAMOS,
INNOVAMOS O ENTRETENEMOS?
Ricardo
Moreno Castillo
Conferencia
impartida en León el 6 de VI de 2017 en el
IV
congreso de la asociación Española de Veterinarios Docentes
Buenos
días a todos, muchas gracias a todos por su presencia y por
invitarme a hablar en este congreso. Y voy a empezar mi disertación
contestando a una pregunta que la mayoría de ustedes se estará
haciendo, y además con razón: ¿Qué pinta en un congreso sobre la
enseñanza de la veterinaria un profesor de matemáticas? ¿Qué nos
puede enseñar a nosotros un señor que, seguramente, no distingue un
burro de una vaca? La pregunta dista mucho de ser impertinente, muy
al contrario: está muy en su lugar y puesta en su sitio. Y por ello
intentaré contestarla.
Se
va a hablar aquí de la enseñanza de la veterinaria, tema al cual no
he dedicado en mi vida ni un minuto de reflexión. Pero hablando de
enseñanza, sea la de las matemáticas, las lenguas clásicas, la
literatura o
la filosofía se han dicho tantas tonterías que no tengo razones
para pensar que no se hayan dicho también hablando de la enseñanza
de la veterinaria. Tontos los hay en todos los gremios, cofradías,
profesiones, y partidos políticos. Y como los tontos, por su propia
definición, carecen de inteligencia para examinar si una idea es
buena o mala, se apuntan a la más reciente, la que está de moda, a
la políticamente correcta. Lo antiguo es por cuestión de principio
lo obsoleto, lo arcaico y lo reaccionario. De este modo,
identificando sin más lo bueno con lo nuevo y lo malo con lo
antiguo, se ahorra el tonto el difícil trámite de pensar, que como
todo el mundo sabe, produce muchas jaquecas. Por poner un ejemplo,
cuando se planteó la necesidad de volver a los dictados, una tal
Carmen Rodríguez, catedrática de Didáctica y Organización Escolar
de la Universidad de Málaga dijo que eso era “volver hacia atrás”.
No se le ocurrió aportar razones sobre si los dictados eran o no
eran útiles, no, eran antiguos y eso los descalificaba sin remisión.
Si así discurren los catedráticos de las facultades de educación,
cómo lo harán los becarios.
Dividiré
mi intervención en cuatro partes:
La
primera,
en hacer ver que no todo lo nuevo es bueno.
La
segunda,
que hay cosas que ya no admiten mejora, y todo intento de cambiarlas
solo puede llevar a estropearlas.
La
tercera,
que no hay innovación que no sea en parte una recuperación del
pasado.
La
cuarta,
que muchas cosas que se venden como novedosas distan mucho de serlo.
1.
Demostrar
lo primero es fácil, porque abundan los ejemplos. El nazismo, sin ir
más lejos, fue en su momento una novedad que encandiló a millares
de jóvenes que desfilaban hacia el futuro con mucha marcialidad y
despreciaban a aquellos de sus mayores que reivindicaban las
democracias caducas y obsoletas. El tiempo demostró que la novedad
era letal, que los viejos que reivindicaban la democracia burguesa
estaban en lo cierto, y hubo que volver atrás. Vale lo mismo para el
comunismo y para tantas ideologías delirantes que a tantos y tantos
hicieron soñar a lo largo de todo el siglo XX, y que tantos y tantos
males trajeron. Son ejemplos extremos, porque descubrir que eran
fatales costó unos pocos de millones de muertos, pero ya que no los
podemos resucitar, aprendamos la lección y desconfiemos de las
novedades que se apartan de lo que la experiencia ha demostrado que
funciona. Los cambios en la educación habidos en España durante los
últimos cincuenta años no han provocado muertos, cierto, pero sí
una catástrofe que se hubiera evitado examinando las cosas
atendiendo a la sensatez y no a la novedad. En este primer punto, me
parece, no hace falta demorarse más.
2.
Vamos
pues con el segundo. En los congresos de educación se escuchan
frases muy redondas y solemnes que antes arrancan un fervoroso
aplauso que una sosegada reflexión. El decir: “¡No podemos
enseñar como hace cien años!”, tiene el éxito asegurado. Pero
respiremos hondo y contemos hasta diez. ¿Y por qué no? ¿No hacemos
el amor como hace un millón de años? Si algo funciona ¿por qué
cambiarlo? Y aquello que se descalifica sin más como “enseñanza
tradicional” algo tendrá de bueno cuando de ella proceden todos
los artistas, científicos y filósofos que en el mundo han sido
Vamos
a afinar esta idea con algunos ejemplos. Utilizamos un alfabeto
latino cuyo remoto origen es fenicio, de casi tres mil años. Los
griegos le pusieron las vocales, y desde entonces lo utilizamos con
muy pocas variaciones. Después de intentos de escrituras
jeroglíficas y silábicas, se llegó a la escritura alfabética, y
salvo pequeños retoques para adaptarla a las diferencias fonéticas
de diversos idiomas, seguimos con ella. Como ya es insuperable, lo
seguimos usando, y no hay nada malo en ello. No tan antiguo, pero
con varios cientos de años, es nuestro sistema de numeración.
Después de intentar sistemas aditivos, posicionales, de base diez,
veinte o sesenta, llegamos al posicional de base diez, y lo que es
más importante, con un signo para el cero que no significa
simplemente un hueco, sino que funciona como una cifra más. Esto ha
sido decisivo y es lo que lo hace insuperable, y a partir de allí ya
nadie se ha dedicado a mejorarlo. Y los ordenadores de última
generación tienen un teclado con un alfabeto latino, procedente del
fenicio y unos números procedentes de la India medieval. ¿Cómo
vamos a seguir usando en la era de los ordenadores un alfabeto de
raíces fenicias y un sistema de numeración medieval? Pues
usándolos, así de fácil. Y no es un contrasentido: si siempre
estuviéramos cuestionando lo antiguo por antiguo, siempre estaríamos
empezando y el mundo nunca avanzaría.
Voy
a poner algunos ejemplos más significativos. Hasta no hace tanto
tiempo, no se consideraba que la esclavitud fuera inmoral. Se nacía
esclavo o libre igual que se nace feo o guapo. Incluso se hablaba de
los deberes del buen amo: el buen amo no debía maltratar a los
esclavos, ni usarlos sexualmente, ni hacerlos trabajar en exceso, y
tenía la obligación de cuidarlos en la vejez y la enfermedad. Ahora
nos parece que no puede haber un buen amo de esclavos, porque nadie
puede poseer esclavos. Esto es una conquista definitiva e
insuperable: todo hombre nace libre. No vale decir que cualquier
saber es provisional, que hay que estar abierto a las novedades, y
que a lo mejor con el tiempo los antropólogos descubren una raza de
seres humanos a los cuales, por su propio bien, conviene esclavizar.
No, a quien predique semejantes novedades no se le ha de prestar
ninguna atención.
Otro
ejemplo. ¿Qué consejos daríamos a alguien que pregunta cómo hacer
para tener amigos? Le diríamos que hay que ser servicial, saber
escuchar, ponerse en el lugar del otro, no hablar siempre de uno
mismo ni mucho contar las propias enfermedades. Los mismos consejos
que daría un ateniense a otro ateniense en la Atenas de Pericles. No
hay nada nuevo que decir. Incluso en la medicina, que progresa
espectacularmente de día en día, hay resultados definitivos e
insuperables, que no los vemos porque nos parecen obvios. ¿Qué pasó
cuando apareció el sida? El mundo se llenó de laboratorios que
investigaban la enfermedad. ¿Y qué ocurrió cuando se declaró la
peste negra? El mundo se llenó de oraciones, procesiones y
rogativas. Hoy día ni el creyente más ortodoxo admitiría que un
médico le recetara una peregrinación a un cierto santuario y que en
el libro de recetas le escribiera las oraciones que habría de rezar
delante del santo. Tampoco aquí hay que estar abierto a novedades:
no hay que pensar en la posibilidad de que algún día un equipo
interdisciplinar de médicos y teólogos descubra unas oraciones
curativas. Y esto es otra conclusión definitiva e insuperable: la
medicina es cuestión de ciencia, no de religión ni de magia, y tan
solo avanza por el estrechísimo carril de la investigación
científica rigurosa y contrastada. Y mucha atención, que muchas
medicinas alternativas a la moda no tienen nada que envidiar a los
conjuros de antaño, y captan a incautos más atentos a las novedades
delirantes que a las de la ciencia, siempre más pausadas y
verificadas. Lo mismo sucede con la ingeniería. Por mucho que se
descubran máquinas más y más eficaces, sabemos que solo podrán
transformar energía en trabajo aprovechable, pero no crear energía
de la nada. Dicho de otro modo: la máquina del movimiento continuo
es imposible. Esto también es una conquista insuperable y
definitiva, y quien pretenda hacernos creer que ha fabricado la
máquina del movimiento continuo ha de ser tratado con el desdén que
merece cualquier charlatán.
¿Y
a cuento de qué viene esto? A cuento de que, en mi opinión, la
enseñanza ha de ser transmisiva, memorística y repetitiva, y esto
es algo también definitivo e insuperable, y todo tipo de enseñanzas
alternativas son tan engañosas como tantas y tantas de las terapias
alternativas a las que acabo de aludir.
¿Por
qué la enseñanza ha de ser transmisiva? Porque, digan lo que digan
pedagogos novedosos y delirantes, un estudiante no puede construir su
propio conocimiento. El cálculo infinitesimal, por ejemplo, nace en
el siglo XVII, pero sus raíces más remotas están en las paradojas
de Zenón. Digamos que Newton y Leibniz dan a luz una criatura cuya
gestación duró más de dos mil años, durante los cuales muchas de
las mejores cabezas de la humanidad reflexionaron sobre las ideas de
límite y del infinito. ¿Cómo puede alguien sostener que un
adolescente puede descubrir por sí mismo algo que a las mejores
cabezas de la humanidad les costó siglos descubrir? El ejemplo es un
poco extremo, pero pensemos en el alfabeto o el sistema de numeración
aludidos antes, que forman parte de la educación elemental. Son muy
antiguos, pero jóvenes en relación a la edad de la humanidad,
porque costó siglos de trabajo llegar a ellos, y nadie puede
descubrir por sí mismo ninguna de las dos cosas. O al niño se le
transmiten conocimientos, o se le condena a la ignorancia.
Vamos
con la memoria, tan denostada hoy día. Por cierto, cuando defiendo
el papel de la memoria siempre sale un imbécil que pregunta si hay
que volver a aprender la lista de los reyes godos, como si el papel
de la memoria en los procesos de aprendizaje tuviera algo que ver con
los reyes godos. El aprender es una moneda con dos caras,
inteligencia y memoria, y ninguna de ellas puede funcionar sin la
otra. Esto ya lo
dijo
Kant hace bastante tiempo, que los contenidos del conocimiento sin
las estructuras del pensamiento son ciegos, pero que las estructuras
del pensamiento sin los contenidos del conocimiento están vacías.
Si de vez en cuando hiciéramos una pausa en nuestra búsqueda de
ideas novedosas e innovadoras y escucháramos la voz de los pocos
sabios que en el mundo han sido, las cosas irían mucho mejor. Vamos
a explicar esto un poco. La inteligencia es un juego, como el
ajedrez, y para jugar al ajedrez son necesarias unas piezas, las
cuales se guardan en una caja al acabar la partida. Pues bien, el
juego de la inteligencia también necesita unas piezas. Estas piezas
se llaman ideas,
y mientras no las utilizamos quedan guardadas en una caja llamada
memoria.
Esta verdad tan elemental, la de que es imposible reflexionar sobre
unas ideas cuando se carece de ideas, es tan absolutamente ignorada
que mucha gente presume de falta de memoria y nadie de falta de
inteligencia (como si una y otra fueran inversamente proporcionales).
Y esta ignorancia es una de las razones que nos ha llevado al fiasco
de nuestro sistema educativo. Hay una hermosa cita de Borges que
apunta en esta dirección:
De
todos los instrumentos del hombre, el más asombroso es, sin duda, el
libro. Los demás son extensiones de su cuerpo. El microscopio, el
telescopio, son extensiones de su vista; el teléfono es extensión
de la voz; luego tenemos el arado y la espada, extensiones del brazo.
Pero el libro es otra cosa: el libro es una extensión de la memoria
y la imaginación.
El
libro es pues extensión de la memoria, igual que los demás
instrumentos creados por el hombre lo son del cuerpo. Si esto es
cierto, y los libros prolongan la memoria como el telescopio la
vista, entonces no la sustituyen, porque no se puede prolongar un
sentido del que se carece. Un libro para un desmemoriado es tan
inútil como un telescopio para un ciego. Por otra parte, se consulta
lo que se supo y se ha olvidado, o aquello de cuya existencia se
tiene noticia, pero no se puede consultar algo si no se sabe ya algo
de ese algo. Si un científico no recuerda exactamente una fórmula,
sabe dónde encontrarla y la reconoce en cuanto la ve, pero no puede
buscar una fórmula cuya existencia ignora. Esto está, además, muy
experimentado. Normalmente, cuando se dice a los alumnos que en un
examen, de matemáticas por ejemplo, podrán utilizar el libro, los
resultados son peores. Y es fácil de entender la razón. Durante el
examen hojean distraídamente el libro a ver si encuentran una
fórmula en la que encajen los datos del problema, pero como no saben
lo que están buscando, sencillamente no lo encuentran. El libro es
un apoyo para la memoria, no un sustituto, pero los muchachos, en su
ingenuidad, piensan que sí lo es, y cuando saben que podrán
consultar el libro ya no estudian la teoría. Pero lo más grave es
que esta ingenuidad, perdonable en los estudiantes, está muy
extendida entre pedagogos. Ni siquiera un diccionario, el libro de
consulta por excelencia, es útil para quien no tiene buena memoria.
Dejemos de lado que es imposible manejarlo si no hemos aprendido
previamente el orden alfabético. Si después de averiguar el
significado de una palabra la olvidamos, esto es, no la incorporamos
ya para siempre a nuestro vocabulario, la búsqueda ha sido una
pérdida de tiempo. Del mismo modo, se puede entender perfectamente
un teorema de física o un conflicto histórico, pero si acto seguido
se olvida es como si no se hubiese entendido nunca.
Y
por supuesto, la enseñanza ha de ser repetitiva. No se puede llegar
a la matemática superior sin haber interiorizado rutinas de cálculo
que hay que repetir una y otra vez. Y esto sucede incluso con la
enseñanza más artística. Un hermoso poema es tan fresco, tan cómo
tiene que ser, que parece que es así porque no podría ser de otra
manera, igual que una amapola se desarrolla como amapola. Pero si
parece tan fresco y espontáneo es precisamente porque no es ninguna
de las dos cosas, sino porque tiene detrás muchas y muchas horas de
trabajo. El trabajo del buen poeta es más repetitivo y artesanal de
lo que muchos se imaginan. Lo mismo sucede con el teatro. El actor
que mejor actúa es quien lo hace con más naturalidad, pero esa
naturalidad es producto de mucha reflexión y dedicación. El que
actúa con más naturalidad es el menos natural. Cuando vemos una
actuación de ballet clásico y a la bailarina dando vueltas con tal
agilidad que parece que va creando la música con su movimiento,
estamos tentados de pensar: ¡qué ligereza!, ¡qué espontaneidad!
Pero no es así. Detrás de esa aparente espontaneidad hay muchas
horas de esfuerzo diario y repetitivo durante muchos años. Picasso
decía que a los niños les gustaban sus dibujos porque parecían
pintados por un niño, pero que antes de llegar a eso había tenido
que dedicar muchas y muchas horas copiando capiteles, estatuas
griegas y haciendo pintura figurativa. Y cualquier virtuoso de
cualquier instrumento musical ha pasado horas y horas haciendo
escalas y ejercicios repetitivos. Ya no digamos la creatividad del
científico, quien primero ha de estudiar hasta alcanzar la frontera
de lo desconocido dentro de su especialidad para, a partir de allí,
poder decir cosas nuevas. Hay un precioso libro de Santiago Ramón y
Cajal, titulado Los
tónicos de la voluntad, dirigido
a futuros investigadores, en el que dice algo admirable por su
sensatez, y sobre todo por su modestia: “Primero
hay que ser buenos obreros, después ya veremos si llegamos a
arquitectos”.
Porque también la investigación científica tiene una gran dosis de
rutina. Si un químico tiene que confirmar o rechazar una hipótesis,
tendrá que hacer análisis y repetirlos muchas veces. Y para que
esos análisis sean significativos, han de ser hechos con un rigor y
precisión que solo habrá logrado después de muchas horas de
prácticas muy repetitivas en un laboratorio bajo la dirección de
alguien que sepa más que él. Porque la creatividad no solo tiene
que ver con el trabajo, sino también con la modestia: hay que
dejarse enseñar.
Y
todo esto lo vamos a ejemplificar con la medicina. ¿Por qué en las
facultades de medicina han mantenido el nivel, a pesar de todos los
disparates pedagógicos a la moda? Porque, irremediablemente, la
enseñanza de la medicina ha de ser transmisiva, memorística y
repetitiva, y ni el pedagogo más descerebrado se atrevería a
sostener lo contrario. ¿Cómo podría un estudiante de medicina
“construir por sí mismo su conocimiento”? ¿Dándole un enfermo
para que lo fuera medicando a su gusto, y así, según mejora o
empeora, “construir su conocimiento”? Vamos, ni de broma. ¿Y ya
no van a tener los aspirantes a médicos que estudiar anatomía
porque está en internet? No, igual que siempre, tendrán que
estudiarla y memorizarla, porque sin memoria no hay conocimiento. Y
un aspirante a cirujano tiene que ver muchas operaciones antes de
coger el bisturí, y cuando al final lo hace, ha de respetar el
protocolo que le han enseñado al pie de la letra. ¿Qué diríamos
de él si le da por recortar de cualquier manera dando rienda suelta
a su creatividad? No, ha de ser repetitivo, y solo después de mucho
tiempo de ejercer el arte de la cirugía a lo mejor aporta una
novedad.
Así
pues todo aprendizaje, desde el de la medicina hasta el necesario
para tener el carnet de conducir, pasando por el de las matemáticas,
la pintura o la música, ha de ser trasmitivo, repetitivo y
memorístico, y a mi juicio esto es tan definitivo e insuperable como
el de que la esclavitud es injusta. Es por esta razón que un buen
profesor de ahora hace casi lo mismo que un buen profesor de hace
quinientos años, mientras que un buen médico no hace lo mismo que
un buen médico de hace quinientos años. Y debe ser por esto que hay
premio Nobel de medicina y no hay premio Nobel del profesor de
instituto. Es cierto que esto es frustrante para un profesor, porque
a todos nos gusta ser originales e innovadores. Pero ¡qué le vamos
a hacer! siempre que se intenta innovar saliéndose de lo que ya es
definitivo, solo lleva a delirios, destrozos y desvaríos.
Y
hay otra cosa, a mi juicio, también insuperable y definitiva. Por
buenos que sean los profesores, por más que se gaste en educación,
por muy dotadas que estén las escuelas, un estudiante no aprenderá
nada sin muchas horas de estudio, constancia y esfuerzo, un esfuerzo
que habrá de ser cotidiano, se esté o no motivado. Dicho de otra
manera: no hay alternativa a los codos. Todo intento de soslayar esta
realidad, por muy obsoleta y ramplona que parezca, es engañar. Y
además, este engaño a veces es deliberado. Muchos de quienes
presumen de ser partidarios de una enseñanza lúdica y motivadora
porque eso les proporciona una gratificadora imagen de estupendos y
progresistas, llevan luego a sus hijos a un colegio privado donde los
someten a la misma disciplina de la que dice descreer. Y eso es mala
fe: los experimentos delirantes con los hijos de los demás, con los
míos la enseñanza tradicional que es la que desde siempre ha
funcionado. Y voy a leeros un texto de la periodista Susana Pérez de
Pablos, procedente de una entrevista que hizo Álvaro Marchesi, el
padre del desastre educativo español, publicada en El
País el
15 de mayo del año 2008:
Marchesi
es concienzudo con todo. Tiene un hijo, que vive en Brasil con su
madre. Va a verlo cada dos meses, pero le llama por teléfono para
tomarle la lección tres veces por semana. En su casa de Boadilla del
Monte tiene un ejemplar en portugués de cada uno de los libros de
texto que estudia el niño. «Papá, eres un pesado», le dice a
menudo, como repite el padre sin ocultar el orgullo.
Cuando
se trata del propio hijo todo el mundo se vuelve más pragmático y
menos fantasioso. Y si para obligarle estudiar se le ha de tomar la
lección (procedimiento tradicional y antiguo donde los haya), pues
se le toma la lección. Y si el hijo encuentra que eso es una pesadez
por parte de su padre (esto es, en la jerga pedagógica: “si no
está motivado”), pues que se aguante, y se le toma la lección
igual. Álvaro Marchesi es un padre ejemplar y todos los padres
deberían hacer como él: al niño hay tomarle la lección para
obligarle a estudiar, esté o no motivado. Y ahora planteo una
pregunta para dejarla en el aire: ¿Actúa de buena o mala fe Álvaro
Marchesi al defender su reforma?
3.
Vamos
con el tercer punto: No hay innovación que no sea en parte una
recuperación del pasado. Cuando vamos de excursión conviene ir
mirando hacia delante para no tropezar, pero si llevas la mochila
agujereada, es bueno de cuando en cuando hacer un alto y mirar para
atrás, y retroceder para recuperar lo que se te haya caído. La
mochila que todos llevamos en nuestra excursión por la vida es
nuestra memoria, la personal, y también la histórica, si somos
capaces de participar de ella. Y esta mochila está llena de agujeros
porque nuestra memoria es frágil e incierta. No hay más remedio que
mirar hacia atrás, y ese hábito para recuperar las cosas buenas
perdidas no tiene nada de reaccionario ni de regresivo. Precisamente
fue la nostalgia de la antigüedad, el amor a la ciencia por sí
misma y no solamente como sierva de la teología, lo que dio lugar a
un movimiento tan importante como el Renacimiento. Y es de suponer
que algunos teólogos, celosos del pensamiento libre, criticarían a
los entusiastas de la ciencia griega llamándolos “nostálgicos de
un paganismo obsoleto”. Y una revolución tan importante como el
heliocentrismo tuvo lugar cuando Nicolás Copérnico miró hacia
atrás y se encontró con las teorías de Aristarco de Samos. Tuvo la
suficiente inteligencia para comprender que una idea no es mala solo
por ser antigua, aunque fuera de hacía casi veinte siglos, y supo
tomársela en serio. Dalton elaboró su pensamiento reflexionando
sobre las teorías de Demócrito, y Darwin tiene un precedente
clarísimo en Anaximandro de Mileto. Hay un hermoso libro, titulado
Diálogos
sobre física atómica,
en el cual Heisenberg cuenta cómo el punto de partida de algunas de
las reflexiones que desembocaron en sus teorías físicas fue la
lectura del Timeo
de
Platón. Los ilustrados del siglo XVIII también miraron hacia atrás,
por encima de las monarquías absolutas, y descubrieron y
reivindicaron el sentido grecorromano de ciudadanía. Y por supuesto,
no hay filósofo, por moderno y rompedor que pueda parecer, que no
mire hacia atrás, a Grecia. Porque fueron los griegos los que nos
enseñaron a filosofar, y no hay otro modo de filosofar que no sea
dialogando con los griegos.
Ya
sé que todo lo que estoy diciendo puede ser tergiversado, y se me
podría argumentar que razonando como lo estoy haciendo, el mundo
nunca avanzaría. No, el mundo avanza porque descubrimos cosas nuevas
sin dejar atrás las cosas viejas que no por ser viejas son malas, y
si a veces avanza más despacio de lo que desearíamos es porque al
olvidar el pasado repetimos errores que se podrían evitar estudiando
un poco de historia. Es cierto que en ciertas épocas la autoridad
del pasado fue una rémora, como pudo suceder en la Edad Media con la
de Aristóteles, pero en la época actual la autoridad del pasado es
mucho menos tiránica que la de lo nuevo, la moda y lo políticamente
correcto. Y la tiranía de la moda y lo políticamente correcto está
haciendo estragos en la enseñanza. El equilibrio necesario para no
dejarse atraer en exceso por ninguno de los dos polos está muy
sabiamente sintetizado por la siguiente máxima del gran humanista e
historiador del arte Erwin Panofsky:
El
humanista rechaza la autoridad, pero respeta la tradición.
4.
Y
vamos con el último punto: lo que se nos vende como novedoso, las
más de las veces no lo es. Una necedad, por ser novedosa, no deja de
ser una necedad, pero a veces sucede que tampoco es novedosa. Pero
sucede que los adictos a lo nuevo están tan atareados diciendo
novedades que no tienen tiempo de estudiar historia, y no se enteran
de que sus presuntas novedades ya han sido dichas hace tiempo, su
inutilidad ha sido demostrada, y lo que es más importante, ya han
sido criticadas en su momento por todas las personas de buen sentido
que ha habido en el mundo, que también son muchas. Los tontos están
en aplastante mayoría, cierto, pero como además son más
alborotadores y ruidosos que las personas inteligentes parecen más
de los que son, y que su mayoría es más aplastante de lo que en
realidad es. Las personas juiciosas son más sosegadas y no hablan a
gritos, por eso pasan más desapercibidas, pero a la larga son sus
ideas las que sobreviven. Por ello voy a citaros unos textos de
hombres y mujeres sensatas que ya en su momento rebatían cosas que
nos venden hoy como innovadoras, y que además se reían de las
bobadas de los pedagogos e incluso de la misma pedagogía. Comenzamos
con una cita del físico teórico norteamericano Richard Feynman:
Las
virtudes de la pedagogía son inútiles en la mayoría de los casos,
salvo en aquellos excepcionales donde resultan felizmente
innecesarias.
Seguimos
con otra de Gonzalo Torrente Ballester, procedentes de Nuevos
cuadernos de La Romana:
Nunca
creí, nunca pude pensar que en estas notas hablaría del general
Pinochet. Pero acabo de leer la noticia de que el dictador chileno ha
suprimido la lectura del Quijote
de
los programas de enseñanza media de su país. Si la medida fuese
dictada por un pedagogo moderno, no me habría extrañado; procedente
de un dictador, me sorprende y ando obsesionado en busca de una
explicación.
Las
explicaciones que elabora Torrente para entender la medida del
dictador son aquí irrelevantes. Lo que sí es relevante es que un
profesor, en el año 1974 y a finales de su vida profesional, ya no
se sorprenda de cualquier despropósito que se le pueda ocurrir a un
pedagogo moderno y ansioso de novedades.
En
1971, en su libro El
castillo de Barba Azul escribía
el profesor y crítico literario George Steiner lo que viene a
continuación:
Hábitos
de comunicación y de enseñanza surgían además directamente de la
concentración de la memoria. Muchas cosas se aprendían de
memoria [by
heart],
una expresión hermosamente relacionada con lo orgánico, con la
presencia interior en el espíritu individual de la significación y
del hecho expresado. La catastrófica declinación de la memorización
en nuestra educación moderna y en los recursos del adulto es uno de
los principales síntomas, aunque todavía poco entendido, de una
poscultura.
La
declinación de la memorización es (si bien cuidadosamente
disfrazada) una muestra del desprecio por el saber que mantienen
muchos de los teóricos de la educación. Es un síntoma de una
poscultura y quizás del comienzo de una nueva época oscura.
Recordemos que Shakespeare llamaba a la memoria “el centinela del
cerebro”. Y una mente sin centinela es una mente enloquecida. Y en
un texto de hace casi medio siglo, Steiner ya alerta del peligro que
supone para la educación el desprecio por la memoria.
La
siguiente es de Manuel García Morente, de un artículo titulado “El
mundo del niño”, publicado en 1928 en Revista
de Pedagogía:
El
niño quiere ser hombre, quiere organizar el mundo en unidad real,
coherente, única, centrípeta, sólida. Para ello ha menester
auxilio atento y amoroso de los adultos. Aquí es donde interviene la
labor del maestro, cuya misión consiste esencialmente en sostener
firme en el niño esa voluntad de ser hombre, ese afán de
incorporarse al universo del adulto, al mundo del trabajo. Por eso me
parecen radicalmente, fundamentalmente, totalmente falsas esas
pedagogías infantilistas que hacen del trabajo un juego. Son
técnicas que lejos de favorecer la educación -la conducción de la
infancia a la hombría- la obstaculizan, haciendo perdurar
indebidamente la vida pueril.
El
juego puede ser tan importante para los niños como el estudio, pero
son cosas distintas. Es por esto que la escolarización es
obligatoria y el juego no puede serlo. Obligar a jugar a un niño
sería tan absurdo como obligarle a ser feliz. Los juegos también
tienen reglas, pero son libremente aceptadas por el niño. Y si no le
gustan no tiene más que jugar a otra cosa. Pero en el estudio las
pone el profesor. Confundir ambas dos cosas es como confundir el agua
con el aire. Ambos son indispensables, pero se asimilan de modos
diferentes: no se puede hablar de beber aire o respirar agua. Y del
texto de García Morente se desprende que la bobada de aprender
jugando, aunque sea tan grata a pedagogos innovadores, es muy
antigua.
Unamuno
tiene varios textos que van en la misma dirección. El primero que
voy a leer es de noviembre de 1913, y fue publicado en El
imparcial,
en unas columnas que Unamuno titulaba “arabescos pedagógicos”:
Hay
una cierta pedagogía que huye de las dificultades, huye del
verdadero trabajo, huye de la austeridad. Parece que nos asusta
enseñar a los niños todo lo duro, todo lo recio que es el trabajo.
Y de ahí ha nacido el que aprendan jugando, que acaba siempre por
jugar a aprender. Y el maestro que les enseña juega, juega a
enseñar. Y ni él, en rigor, enseña, ni ellos, en rigor, aprenden
nada que lo valga. Y luego no olvide usted que importa más lo que se
ha de enseñar que el modo de enseñarlo y aprenderlo. No hagamos de
la ciencia un mero medio para aplicar la pedagogía.
Y
en artículo publicado en La Nación en septiembre de 1915 dice esto
otro:
Lo
que necesita el maestro es menos pedagogía, mucha menos pedagogía,
y más filosofía, muchas más humanidades. El maestro de primeras
letras no puede ser, como no puede ser el padre, un especialista.
Hacer de la pedagogía una especialidad es perderse en la técnica
pura, en la técnica hueca y vana.
Y
en mayo de 1907, en una carta a Carlos Vaz Ferreira escribió lo
siguiente:
Yo,
señor, apenas creo en la pedagogía como ciencia independiente, y
cuando veo como ha trastornado los espíritus de no pocos maestros
creo aún menos en ella. No parece sino que los niños se hicieron
para la pedagogía, y no ésta para aquellos. […] Estoy harto de
decir y repetir a los maestros que lo importante no es precisamente
cómo enseñar; sino qué es lo que debe enseñarse y qué no. De qué
sale el cómo mejor del cómo el qué.
Y
un dato que no es en absoluto baladí: según el testimonio de
quienes fueron sus alumnos, Unamuno era un magnífico profesor de
griego. Lo que demuestra que la presunta “ciencia pedagógica” no
es necesaria para ser un buen profesor.
Vamos
con más testimonios de personas inteligentes que demuestran que las
estupideces pedagógicas son ya muy viejas y que el descrédito de la
pedagogía entre las personas sensatas es muy antiguo. Contando sus
experiencias de un viaje América, Chesterton escribió la siguiente
frase lapidaria:
Cuando
aparece la pedagogía, el sentido común queda aniquilado.
Y
seguimos con Chesterton, quien en 1910 escribió lo siguiente:
Sé
que algunos pedantes frenéticos han defendido que la educación no
es en absoluto transmisión, que no enseña en absoluto por medio de
la autoridad. Presentan el proceso como una llegada, no del exterior,
desde el maestro, sino desde dentro del niño. Dicen que la educación
es la llave para dirigir o sacar facultades dormidas de cada persona.
En algún lugar profundo de la oscura alma infantil hay un deseo de
aprender acentos griegos o de llevar cuellos limpios, y el maestro de
escuela sólo libera amable y tiernamente ese aprisionado propósito.
Sellados en el bebé recién nacido, están los secretos intrínsecos
del modo de comer espárragos y cuál es la fecha de la batalla de
Bannockburn. El educador sólo extrae del niño su amor invisible por
las divisiones largas. Discrepo de esta doctrina. Decir que la
educación de un niño procede de él es tan absurdo como decir que
la leche del bebé procede del bebé. Hay sin duda en cada criatura
unas fuerzas y posibilidades, pero la educación, o significa darles
unas determinadas formas y entrenarlas para determinados propósitos,
o no significa nada en absoluto. El habla es el ejemplo más
ilustrativo. Se pueden sacar gemidos del bebé pellizcándolo, pero
habrá que esperar con mucha paciencia antes de sacar de él el
idioma inglés. Primero habrá que metérselo dentro.
Este
texto revela que quienes siguen anunciando que los niños “deben
aprender por sí mismos” como si fuera una idea muy original,
ignoran dos cosas: que la idea no es nada original, y que desde
siempre las personas de buen sentido se han pronunciado contra ella.
Uno de los gurús de la disparatada pedagogía actual, el profesor
Santos Guerra escribía en 1993 (ochenta y tres años después del
texto de Chesterton) en Cuadernos
de Pedagogía un
delirante artículo del cual extraigo la siguiente cita: El
saber, en la escuela, es jerárquico y circula de modo descendente. Y
pregunto ¿cómo podría ser de otro modo? Igualmente disparatado
sería criticar que “la leche que alimenta al niño circula del
pecho de la madre al estómago del niño en modo descendente”.
También
parece muy moderna la preocupación por los contenidos: no podemos
enseñar en el siglo XXI lo que se enseñaba en el siglo XIX, hay que
ponerse al día. Pero esta preocupación de los pedagogos
vanguardistas por los contenidos obsoletos también está bastante
obsoleta, como lo demuestra el siguiente texto del matemático Henri
Poincaré (procedente de su obra Science
et méthode,
publicada en 1908):
Supongamos
que de aquí a varios años estas teorías sufrieran unas pruebas y
triunfaran. Nuestra enseñanza secundaria correría entonces un gran
peligro: algunos profesores querrían sin duda hacer lugar a las
nuevas teorías. Las novedades son atrayentes, ¡y es tan duro no
parecer lo suficiente avanzado! Entonces se querrá abrir a los niños
los ojos, y antes de enseñarles la mecánica común, se les
advertirá de que ya ha pasado su tiempo y que en todo caso era buena
para el viejo zoquete de Laplace. Y entonces no se acostumbrarán a
la mecánica ordinaria. ¿Es bueno avisarles de que no es más que
aproximada? Sí, pero más tarde, cuando hayan penetrado hasta la
médula, cuando hayan tomado el hábito de no pensar sino por ella,
cuando no corran al riesgo de olvidarla, entonces se podrá sin
inconveniente mostrarles sus límites.
Recordemos
cuando entró la teoría de conjuntos en las enseñanzas
preuniversitarias con menoscabo de la matemática clásica (cuando la
primera es ininteligible si no se conoce la segunda). Los mentores
del disparate eran profesores avanzados y progresistas, pero más
ávidos de novedades que dados al estudio sosegado y la reflexión
serena. Y recordemos también el estropicio subsiguiente. Los alumnos
no solo dejaron de aprender las matemáticas de siempre, sino que
tampoco aprendieron las nuevas. Algo parecido sucedió cuanto se
intentó introducir la gramática estructural en las enseñanzas
medias, cuando lo que se necesita a esos niveles es la gramática
tradicional, la de toda la vida. Esa obsesión por los contenidos
obsoletos también ha producido estragos.
Ahora
un texto de Concepción Arenal procedente del capítulo XVII de su
obra El
pauperismo,
escrita en 1897:
La
escuela no ha de ser ni una tortura ni un paraíso; ha de dar a la
infancia el necesario solaz, el ejercicio, la variedad que necesita
el niño, pero iniciándole al mismo tiempo en las condiciones de la
vida, que es trabajo y descanso, goce y dolores, lucha en que, si no
se alcanza la victoria resultará la derrota. No se le ha de abrumar
con tareas superiores a sus fuerzas, ni tampoco deben buscarse
métodos para que aprenda sin
que le cueste ningún trabajo y
como jugando; porque lo que se aprende así suele ser a costa de
mucha fatiga de parte del que enseña y se olvida con facilidad; y
sobre todo porque la escuela debe formar parte esencial y ordenada de
la iniciación a la vida, donde hay que trabajar y vencerse: la
rectificación de la voluntad que se tuerce y la gimnasia de las
facultades superiores y encaminadas a la armonía deben empezar desde
muy temprano, porque muy pronto se observan tendencias contra el
orden moral.
A
riesgo de ser pesado, repito que tanto de este texto como del de
García Morente se deduce que lo de “aprender jugando” no solo es
una tontería muy dañina porque no educa para la vida, es también
es una tontería muy antigua, por más que sea sostenida por
educadores novedosos y progresistas.
Vamos
un poco más atrás. Hay un cuento de Gogol, intercalado en su novela
Las
almas muertas,
que narra la historia de un profesor severo que exigía un buen
rendimiento porque consideraba que estudiar es la obligación de los
alumnos. Estos le querían, porque un profesor exigente es el que
valora a sus discípulos. El que se conforma con poco está
tratándolos como si fueran idiotas, y nadie aprecia a quien lo trata
como un idiota. Los alumnos se portaban bien. Ocupados en estudiar,
tenían poco tiempo para hacer travesuras. Pero he aquí que este
profesor se muere y llegan otros con ideas novedosas: lo importante
no es el saber, sino el comportamiento (en la jerga actual: lo
decisivo no son los contenidos). Y como el saber no era importante,
dejaron de estudiar, y así tuvieron tiempo para hacer diabluras. En
cuanto se empezó a despreciar el saber frente al comportamiento, no
sólo decayó el saber, sino que también decayó el comportamiento.
Lo que se ha visto en nuestras escuelas: al despreciar el saber
(primando emociones, destrezas, habilidades…) aumenta el acoso y el
gamberrismo. Y esto ya lo vio Gogol, quien murió en 1852. Ya en la
primera mitad del siglo XIX las personas inteligentes comprendieron
el desprecio por el saber es letal.
Vamos
ahora al siglo XVIII, durante el cual se gestó la Enciclopedia.
Habrán ustedes escuchado esa memez de que ya no hay que estudiar
contenidos porque los contenidos ya están en internet. Pues los
tontos del siglo XVIII dijeron lo mismo cuando salió la
Enciclopedia:
allí estaban los contenidos, ya no había que estudiar. Los tontos
dicen lo mismo en todas las épocas, son de una monotonía
desesperante. Y tanto es así que en la introducción a la
Enciclopedia
hace
D’Alembert una hermosa reivindicación de la memoria y la
erudición:
Sin
duda, la sociedad debe sus principales entretenimientos a los
espíritus sensibles, y las luces a los filósofos. Pero ni unos ni
otros se dan cuenta de hasta qué punto son deudores de la memoria.
Ella contiene la materia prima de todos nuestros conocimientos, y a
menudo los trabajos del erudito han suministrado al filósofo y al
poeta los temas sobre los cuales trabajan. Según un autor actual,
cuando los antiguos llamaron a las Musas hijas de la memoria,
advertían quizás cómo esta facultad de nuestra alma es necesaria a
todas las demás. Y los romanos le elevaban templos, como a la
Fortuna.
En
una carta dirigida a Elie Bertrand fechada en 1763 incidía Voltaire
en la misma idea:
Pienso
que en adelante será preciso poner todo en los diccionarios. La vida
es demasiado corta para leer sin interrupción tantos librotes:
¡malditas sean los largos discursos! Un diccionario os pone a
vuestro alcance en un momento cualquier cosa que preciséis. Son
útiles sobre todo a las personas ya instruidas, que intentan
recordar lo que ya han sabido.
A
Voltaire le habría entusiasmado internet. Pero hay en el texto algo
importantísimo: los diccionarios (y en consecuencia internet) son
útiles sobre
todo a
las personas ya instruidas. La existencia de diccionarios (o de
internet) no excluye la necesidad de estudiar e instruirse. Quienes
sostienen que hoy día no hay que estudiar contenidos porque ya están
en internet, deberían leer a Voltaire. En su obra Bromas
y Chanzas tiene
otra hermosa reivindicación de la memoria:
Sin
la memoria el hombre no puede inventar nada, no puede combinar dos
ideas.
Y
seguimos con Voltaire. No sé si han visto ustedes por las librerías
un libro de un tal Fernando Alberca titulado Todos
los niños pueden ser Einstein.
Hay otro con un título no menos sugestivo, Libera
al Einstein que llevas dentro,
de Ken Gibsom, Kim Hanson, Tanya Mitchell. No los he leído, pero ya
el título es una estupidez. Pero es una estupidez que dista mucho de
ser original, como lo demuestra este párrafo de una carta de
Voltaire fechada en 22-XII-1760 y dirigida a D’Aquin de
Château-Lyon :
Me
citáis a M. de Chamberlain, al cual (según decís) he escrito
sosteniendo que todos los hombres nacen con idéntica porción de
inteligencia. Dios me guarde de escribir semejante falsedad. Desde
los doce años pensé todo lo contrario. Ya entonces adivinaba la
enorme cantidad de cosas para las que no tenía ningún talento. Me
di cuenta de que mis capacidades no me iban a llevar demasiado lejos
en matemáticas. Comprobé que no tenía ninguna disposición para la
música. Dios ha dicho a cada hombre: podrás ir hasta allá, pero no
más lejos. Sí tenía cierta facilidad para las lenguas europeas,
ninguna para las orientales: non
omnia possumus omnes.
Dios ha dado el canto a los ruiseñores y el olfato al perro. Y con
todo, hay perros que no lo tienen. ¡Qué extravagancia pensar que
todo hombre habría podido ser Newton! ¡Ah, señor! Ya que antaño
estabais entre mis amigos, no me atribuyáis semejantes
despropósitos.
Así
que esa bobada pretendidamente novedosa de que cualquiera puede ser
Einstein no solo es una bobada (cosa que ya sabíamos) sino que ni
siquiera es novedosa. Como se puede ver, data como muy tarde del
siglo XVIII. Que trabajando a fondo se pueden descubrir posibilidades
insospechadas en uno mismo, es cierto. Que aun siendo Einstein hay
que esforzarse para sacar a flote la genialidad, también es cierto.
Pero por favor, tampoco se deben sostener disparates ni crear
ilusiones que luego desembocan en frustraciones. A mí me hubiera
encantado ser Einstein, pero resulta que soy Ricardo Moreno, que es
algo mucho más vulgar y prosaico. Soy un hombre corriente,
insignificante y prescindible. Y pregunto, ¿no es más sensato
asumir alegremente mis limitaciones e intentar ser feliz dentro de
ellas que vivir amargado por no ser Einstein, como si fuera una
injusticia que se me ha hecho? Y esto es muy importante, porque es
una corriente pedagógica muy en boga la de considerar que quien no
puede hacer algo es porque es víctima de una injusticia: todos
podemos aprender cualquier cosa, ser estupendos, creativos,
geniales…Pues unos sí y otros no. Yo no puedo ser Einstein porque
carezco de su inteligencia, no puedo ser cantante de ópera porque
carezco oído y no puedo ser obispo porque carezco de fe.
Y
ya para terminar, un texto del Siglo de Oro, de ese gran humanista
que fue el jesuita Baltasar Gracián, que nos previene contra las
novedades por las novedades (de Oráculo
manual y arte de prudencia):
Válgase
de su novedad: que mientras fuere nuevo será estimado. Place la
novedad por la variedad, universalmente: refréscase el gusto y
estímase más una medianía flamante que un extremo acostumbrado.
Rózanse las eminencias y viénense a envejecer; y advierta que
durará poco la gloria de novedad: a cuatro días le perderán el
respeto. Sepa pues valerse de esas primicias de la estimación, y
saque en la fuga del agradar todo lo que pudiera pretender; porque si
se pasa el calor de lo reciente resfriarse la pasión, y trocarse ha
el agrado de nuevo en enfado de acostumbrado. Y crea que todo tuvo su
vez y que pasó.
Decir
algo que parezca un descubrimiento espectacular es fácil, hacer una
modesta aportación a un cuerpo de doctrina ya existente no lo es
tanto, porque para ello hay que estudiar y pensar, con más
preocupación por la verdad y la sensatez que por la novedad.
Ciertamente,
algunas teorías hoy muy asentadas parecieron en principio
chifladuras de un lunático y mucha gente, reacia por principio a
toda innovación, no supo ver lo bueno que había en ellas. Pero a
muchas otras, muchas más, les sucedió lo contrario, que parecían
chifladuras de un lunático y que luego resultaron ser,
efectivamente, chifladuras de un lunático. Quedaron en la cuneta y
no sirvieron ni siquiera de peldaños para llegar a descubrimientos
más sólidos. ¡Cuántos pensadores leídos con fervor hasta no hace
tanto tiempo y sobre los que ya nadie vuelve! Su recuerdo se nos hace
lejanísimo, mientras los clásicos grecolatinos nos parecen mucho
más contemporáneos y seguimos aprendiendo de ellos. Pensamos como
ellos porque ellos nos enseñaron a pensar. Y ya que hablamos de los
griegos, descreer de ellos y de la filosofía no es mirar hacia el
futuro ni ser progresista, es volver a la barbarie.
Muchas
gracias.